Santiago Huvelle | 01 de agosto de 2021
Esta bella historia contiene los valores e ideales de aquella primera civilización humana. Los hombres podían medirse con Gilgamesh, y mirar a través del antiguo rey realidades tan terribles como la pérdida y la muerte, pero también grandes ideales como la amistad, la entrega y el sacrificio.
¿Hay un hogar al que volver? Esta es una pregunta de nuestro tiempo que me resulta particularmente inquietante por lo que implica. Para los hombres de antaño, el hogar es la meta de la vida, y su comienzo. La pregunta en realidad consistía en saber cuál era el camino, no el más corto ni el más fácil, sino el mío. Chesterton reducía a dos las maneras de llegar a casa, permanecer siempre en ella o dar la vuelta al mundo hasta volver a encontrarnos en el punto de partida.
Las comunidades del pasado sabían que cada generación debía comenzar de nuevo, recorrer ese camino fundamental, arribar al hogar. Más aún tenían la certeza de que no hacerlo constituía para ellas un peligro de muerte. Por eso se protegían a través de los ritos de iniciación y las historias ejemplares de los héroes.
El Poema de Gilgamesh es una historia de este tipo. Está estructurada de esta manera, para reflejar la vida de cualquier individuo, desde el doloroso emerger de la conciencia de sí -el adolescente, el que adolece -hasta la madurez de una vida lograda. Es un arquetipo, en sentido jungiano, y por ello encaja tan bien en el esquema de Joseph Campbell, el camino del héroe.
La trama de la historia se puede resumir en unas pocas líneas: un rey tirano oprime al pueblo, el pueblo pide la intervención de los dioses. Estos envían a un poderoso rival que se enfrenta al rey. El rey lucha y en la lucha descubre la amistad. Rey y amigo realizan hazañas propias de los héroes. El amigo muere, el rey llora. Consciente de su propia mortalidad, parte en busca de la inmortalidad. En el camino superará diversas pruebas, pero no alcanzará lo que busca. Volverá a casa, sin embargo, completamente cambiado, muy distinto a como era al comienzo de la historia. Fin.
Consideremos algunos elementos de la historia. El comienzo. Gilgamesh es un tirano, el peor que podamos imaginar, el que todos hemos sido alguna vez y estamos continuamente tentados a volver. Un ser humano sin prójimo. Un Yo sin Tú, alguien que considera cualquiera realidad a su alcance como un mero objeto, como algo de lo que disponer, como medio para satisfacer su ansia. En definitiva, un completo narcisista. Un poco como somos todos en ese período de la vida en que sentimos el mundo gravitando a nuestro alrededor y esperamos que todo se pliegue a nuestros deseos. Pues bien, el problema es que Gilgamesh no es el terror de su casa simplemente. Es el rey, y su casa es la ciudad de Uruk. Este es el drama que inicia la historia… ¡El rey es un incapacitado para vida común!
Uno de los momentos claves será cuando Giglamesh se enfrente a Enkidu, el hombre-bestia que las diosas han enviado para hacerle frente. Enkidu, por su parte, ha pasado ya por un proceso de civilización previo, que le permite discernir el comportamiento injusto del rey y lo mueve a enfrentarse a él. Se puede leer en la tablilla II:
«(…) se batieron en plena calle, la Calle principal del país.
Temblaron las jambas de la puerta, el muro se estremeció.
Se agarraron y como un toro doblaron sus espaldas.
(…) Se arrodilló Gilgamesh, en la tierra estaba su (otro) pie.
se apaciguó su furor y se retiró»
La fuerza de Enkidu lo lleva a inclinarse hacia atrás y realizar un gesto que podríamos interpretar como una reverencia. Para no perder el equilibrio, para contener la presión de su contrincante, Gilgamesh se arrodilla. Cede ante su empuje. Continúa el poema diciéndonos que, en ese preciso momento, el rey se levanta y abandona contrariado la batalla. Pero entonces corre hacia él Enkidu y se forja allí una amistad inmortal. ¿Qué ha sucedido para que se dé este salto de encarnecidos rivales a inseparables amigos? Se trata de la dolorosa aparición del otro. Gilgamesh ha tenido que luchar para hacerle un hueco a alguien que no sea él mismo. El movimiento del amor, como dice Guardini, no es hacia delante, como quien se estira para apropiarse de algo, sino hacia atrás. Es un movimiento de reverencia, de dejar espacio para que el otro sea. Para que sea él, y no un algo para mí, un alguien hecho a mi medida, objeto de mis caprichos. Se trata de un verdadero parto doble: nace el amigo, el tú, y nace a su vez un nuevo yo. Perder y ganar. Es lo que ocurre en la vida de Gilgamesh, que cambia para siempre.
Es tan tremendo este descubrimiento del tú, que no constituye una revelación plena hasta que ese tú no desaparece, hasta que llega la muerte de Enkidu. El lamento que entona Gilgamesh entonces constituye a mi modo de ver, el momento más lírico del poema y uno de los más hermosos de la literatura:
«¡Que las sendas, Enkidu, del Bosque de los cedros
Te lloren noche y día!
¡Que te lloren las cumbres de montes y colinas!
¡Plañan las praderas como tu madre!
¡Que te lloren el boj, el ciprés, el cedro
en cuya espesura tantas veces nos habíamos introducido con decidido arrojo!
¡Que te lloren el oso, la hiena, la pantera, la onza, el ciervo, el chacal,
El león, el búfalo, el venado, la cabra montés, el rebaño y los animales de la estepa!
¡Que te llore el sagrado río Ulaya, por cuyas riberas tantas veces altivamente anduvimos!
¡Que te llore el puro Éufrates,
cuyas aguas de los odres tantas veces hemos ofrendado en libación!
¡Que te llore el campesino sobre su surco,
El cual ensalzará tu nombre con una dulce tonada campestre!»
El rey, roto de dolor, arrancándose los cabellos y rasgando su túnica, atestigua que la muerte del prójimo supone un verdadero desmoronamiento del mundo, del campo de relaciones significativas trazadas entre dos personas. Los espacios compartidos, los caminos, los ríos, los campos, los animales, los árboles no son meros lugares indiferentes, sino escenarios de una vida compartida. El mundo queda transfigurado por la presencia del amigo. Su ausencia, deja un vacío insoportable, el tejido que sostenía y ordenaba la propia experiencia de la realidad.
Gilgamesh, aquel rey primero déspota, luego héroe, pero siempre hinchado de sí mismo, se convierte de pronto en una sombra de lo que era. Camina perdido, como un vagabundo por los alrededores de Uruk ¿Qué sentido tiene todo si al final la muerte deshace de un golpe lo que hayamos podido tejer en nuestra vida?
«¿Moriré también yo y no seré como Enkidu?
La angustia ha penetrado en mi interior.
Sentí pánico de la muerte y ahora recorro la estepa.
Hacia Utanapishti, el hijo de Ubartutu,
la senda he tomado y con presteza me encamino.
A los pasos de montaña he llegado una noche.
Vi leones y en verdad sentí pavor.»
El poderoso rey que había dado muerte al temible Guardián del bosque de los cedros, y al Toro del cielo enviado por los dioses, ahora se esconde muerto de miedo al ver en la noche unos leones. Es la pregunta por el sentido la que lo ha descubierto frágil, a él y a cualquiera que se la haga en serio. Desde esta fragilidad busca Gilgamesh la inmortalidad, que no es otra cosa que salvar todo lo que merece ser salvado de las garras de la muerte, o vencer la posibilidad última del sinsentido. Acompañamos entonces al héroe cuando se introduce en las entrañas de la tierra, cuando cruza las aguas de la muerte. Pero el poema nos recuerda dolorosamente cual es el destino del hombre. Y Gilgamesh, finalmente, acabará por aceptarlo:
«El Ladrón ha tomado con fuerzas mis entrañas.
En mi alcoba está sentada la Muerte,
Y allá donde fijo mis ojos, ahí está ella, la muerte.»
El largo viaje llega a su fin. El rey vuelve a la ciudad de Uruk y la historia se cierra como había comenzado, admirando las murallas de Uruk, levantadas por aquel rey que contempló el abismo, gobernó con justicia, y murió en paz: Gilgamesh.
Esta bella historia contiene los valores e ideales de aquella primera civilización humana surgida entre los ríos Tigris y Éufrates. Se cantaba y contaba en los largos caminos que emprendían los mercaderes, en la intimidad de la familia, en la corte de los reyes. Los hombres de Uruk, Kish, Lagash y tantas otras ciudades de Mesopotamia podían medirse con Gilgamesh, y mirar a través del antiguo rey realidades tan terribles como la pérdida y la propia muerte, pero también grandes ideales como la amistad, la entrega y el sacrificio. Es verdad que el rey murió, pero lo hizo como debe hacerlo un hombre completo, habiendo vivido una vida con sentido.
Esta serenidad en la muerte es esquiva -notaría Víctor Frankl tristemente en el campo de concentración- a aquellas personas que no han orientado la vida en una dirección, en un sentido. Quien vive desde un porqué radical, dice el psiquiatra vienés, afronta el final con cierta paz. No así quien ha estado disperso en metas inmediatas, quien ha vivido siempre a golpe de entusiasmos efímeros. Éste es el legado de Gilgamesh a su pueblo, mayor que todas sus hazañas y proezas: enseñarnos a morir. Y aunque no conquistó el reino de la muerte preparó el corazón humano para la llegada de aquel rey que sí lo haría.
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