Higinio Marín | 22 de julio de 2021
Las miradas de admiración que levantan nuestros hércules y afroditas playeros no están dirigidas tanto por Eros como por Narciso.
Todos los que pasen de los treinta y acostumbren a visitar las playas habrán observado la multiplicación de ejemplares musculados de proporciones exactas que aniquilan a su paso la autoestima del hombre común. Cuando eran tan raros como excepcionales, la afrenta se podía sobrellevar, pero ahora son multitud y componen una nueva clase social y biológica que proyecta sobre los demás la superioridad de un nuevo elitismo: la hermosa salud del cuerpo modélico.
Esas anatomías musculares hipertróficas -y seguramente sobrehormonadas- están convirtiendo nuestras playas en lugares vejatorios para las multitudes pícnicas, asténicas e incluso para las atléticas sin afición. Además, están alterando notablemente los umbrales de apreciación corpórea porque su perfección desmejora a todos los demás, a los que les sobreviene una imperfección acrecentada comparativamente.
Todo ello en relación a los de su mismo sexo, porque si se analiza en relación con el sexo opuesto, resulta que tales ejemplares alteran las proporciones de lo que los zoólogos entienden por «dimorfismo sexual»: las diferencias anatómicas y fisionómicas entre machos y hembras de una misma especie. En efecto, el dimorfismo sexual es normalmente la diferencia de corpulencia, musculatura o tamaño entre machos y hembras. Aunque también los cuernos de los ciervos, las plumas coloridas de los pavos reales, o la melena de los leones forman parte de esas diferencias.
Al parecer, el grado de dimorfismo sexual no surge tanto de las funciones específicas que asume el macho a diferencia de la hembra, como del grado de competencia sexual que se establece entre ellos. Entre los casos más intensos de dimorfismo sexual está el León marino, un mamífero que también frecuenta los litorales arenosos y que triplica en peso y tamaño a las hembras a las que congrega por docenas bajo su exclusivo predominio.
En cambio, entre las especies con menor dimorfismo sexual abundan aquellas en las que los machos apenas compiten entre sí o lo hacen muy pocas veces. Se trata de especies en las que el emparejamiento está organizado de algún modo que no requiere una competencia constante. Ese es el caso de muchas especies de aves, entre las que más del noventa por ciento forma parejas monógamas durante el periodo de cría, e incluso predominan aquellas en las que las parejas reproductoras son duraderas de por vida.
Así que el «monomorfismo» sexual o falta de diferencias entre los sexos de una especie parece indicar la nula o casi completa falta de competición sexual. Por consiguiente, si bien la correlación no es exacta ni estricta, parece que hay alguna vinculación entre el grado de dimorfismo y el de competitividad sexual.
Debería considerarse la posibilidad de establecer en la nueva ley de seguridad nacional confinamientos estivales completos para los asiduos de gimnasios
Para el playero meditabundo, de todo lo anterior se siguen unas cuantas consecuencias. La primera de ellas, bastante obvia, es que a mayor dimorfismo sexual más probables resultan las «dismorfofobias», es decir, las psicopatías en la estimación del propio cuerpo, y que consisten en un sufrimiento psíquico desmesurado por pequeños defectos físicos. Es obvio que los ejemplares musculados de proporciones exactas suscitan dichas alteraciones en la estimación del propio cuerpo de todos los demás. No sería descabellado, por tanto, considerar como una auténtica urgencia de salud pública el establecimiento para estos sujetos de un horario para los paseos playeros que excluyera las franjas horarias más frecuentadas por el resto de la población.
Y como esas dismorfofobias amenazan con convertirse en pandémicas durante los meses del veraneo bañista, debería considerarse la posibilidad de establecer en la nueva ley de seguridad nacional confinamientos estivales completos para los asiduos de gimnasios, deportes de musculación, tiendas de alimentación energética y, en general, para todos los demasiado perfectamente proporcionados.
Además, es inevitable que el playero meditabundo se haga al respecto de lo anterior toda una serie de preguntas. Por ejemplo, ¿podría la correlación zoológica entre el aumento del dimorfismo sexual y el de la competencia entre machos extenderse al ámbito sociológico de las conductas humanas? Es decir, ¿podría la actual crisis institucional del matrimonio implicar una intensificación sociológica del régimen de competencia sexual para conseguir pareja con el consiguiente incremento del dimorfismo sexual humano?
Ciertamente, se trata de hipótesis que requieren de rigurosas investigaciones de campo sobre muestras más que significativas. Investigaciones que, lógicamente, están del todo fuera del alcance del enclave asombrilllado desde donde cavila nuestro playero. No obstante, en sentido contrario podría suponerse que, si hay alguna clase de relación entre el aumento del dimorfismo y el de la competencia sexual, debería haberla también entre la relajación de dicho dimorfismo y la estabilidad consolidada de las relaciones de pareja. De manera que estaríamos en condiciones de transformar la noción de «curva de la felicidad» en una categoría científica cuantificable, medible y clasificable según tipologías.
Además, para no incurrir en atavismos sexistas y heteropatriarcales, habría que extender todas esas hipótesis a un posible incremento del dimorfismo femenino, es decir, del aumento hipertrófico de las singularidades anatómicas femeninas como consecuencia del incremento del régimen de competencia para obtención de pareja. En tal caso, los protocolos del cortejo humano se habrían hecho inclusivos -como el lenguaje- y estarían protagonizados también por las mujeres que habrían adoptado entre ellas la competitividad en los distintivos anatómicos de su sexo.
Se trataría, en efecto, de un hecho zoológico singular, pues a diferencia de todos los demás homínidos, la hembra sapiens asumiría roles masculinos en el cortejo, de forma que el aumento del dimorfismo cursaría en simultáneo con una indiferenciación intensificada de los patrones de conducta de ambos sexos. Así que, en el caso de la especie humana, a mayor dimorfismo anatómico entre los dos sexos, mayor monoformismo conductual.
Sin embargo, una vez llegados hasta este punto, a nuestro playero observante le asalta una evidencia desconcertante: la aparición de ejemplares sobresalientes de uno y otro sexo no causa tanta expectación entre los sujetos del sexo opuesto como entre los del propio sexo. Es decir, las miradas de admiración que levantan nuestros hércules y afroditas playeros no están dirigidas tanto por Eros como por Narciso. Así pues, la hipertrofia del dimorfismo sexual despierta entre los individuos del mismo sexo más admiración que entre los del ajeno.
En ese momento, y entre evidentes síntomas de insolación, surge la última y excesiva hipótesis del playero meditabundo, a saber, ¿esa admiración narcisista predominante, por autopunitiva que resulte, no implica que el aumento del dimorfismo sexual en la especie humana tiene el paradójico efecto de debilitar la polaridad erótica entre los sexos opuestos? ¿No será que Narciso se ha aupado a Eros entre estos hércules y afroditas postmodernos?
Imposible saberlo, porque al playero pensativo le ocurrirá que, como dice Rousseau de sus meditaciones solitarias, la memoria encontrará imposible discernir si se trataba de reflexiones surgidas de la lucidez de la vigilia o del delirio de las ensoñaciones.
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