José María Carabante | 14 de agosto de 2021
T. S. Eliot es un clásico contemporáneo. La repercusión interior que tiene su poesía así lo atestigua.
Lo que hace clásico a un autor -o a una obra- no es el tiempo, sino una cualidad casi material: el poso que deja en el alma su contacto, esa huella certera, profunda. Imborrable. Y por derecho propio, T. S. Eliot es un clásico contemporáneo. La repercusión interior que tiene su poesía así lo atestigua. Pero también sus ensayos tienen el poder invisible de dejar al lector boquiabierto, embobado, frente a los amplios horizontes hacia los que apunta la letra impresa.
Va de clásicos ofrece cuatro textos pertenecientes a La unidad de la cultura europea (Encuentro, Madrid, 2003), en traducción de Félix de Azúa, donde el famoso autor de La tierra baldía ofrece un diagnóstico sobre el declive contemporáneo, sin que ello le impida mostrarse esperanzado sobre la redención de la alta cultura, que no duda en calificar de minoritaria, pero que, como todo lo bueno, es universal y patrimonio de todos.
«Se está continuamente construyendo una nueva civilización. El estado de cosas que vivimos actualmente ilustra lo que les sucede a las aspiraciones de cada época por lograr otra mejor. La pregunta más importante que podemos hacer es si existe algún valor permanente por el que comparar una civilización con otra y que nos permita hacer conjeturas acerca del perfeccionamiento o decadencia de la nuestra. Tanto si comparamos una civilización con otra, como si establecemos una comparación entre los diferentes estadios de la nuestra, tenemos que admitir que en ninguna sociedad, en ningún periodo de esa sociedad, se realizan todos los valores de la civilización. Puede que no todos esos valores sean compatibles entre sí, pero lo cierto es que al reconocer algunos perdemos la estima por otros. Con todo, somos capaces de distinguir entre culturas superiores e inferiores, entre avance y retroceso. Podemos afirmar con bastante certeza que el nuestro es un período de decadencia; que el nivel cultural es inferior al de hace cincuenta años; y que las pruebas de esa decadencia se reflejan en todos los sectores de la actividad humana. No veo razón alguna por la que este declinar cultural vaya a detenerse; nada nos impide prever un periodo, de cierta duración, en el que no habrá cultura alguna. La cultura tendrá entonces que crecer nuevamente del suelo; y cuando digo tal cosa, no quiero decir que vaya a nacer gracias a la actividad de demagogos políticos. La pregunta que se plantea en este ensayo es si existen condiciones permanentes en ausencia de las cuales sea imposible alcanzar una cultura superior» (p.37-38).
«Debemos ponernos inmediatamente en guardia frente al error de intentar crear esas condiciones con el fin de mejorar nuestra cultura (…). La cultura no es algo que podamos alcanzar deliberadamente. Es producto de un conjunto de actividades más o menos armónicas, cada una de las cuales se ejerce por ella misma. El pintor debe concentrarse en su lienzo; el poeta en su máquina de escribir, el funcionario en la resolución justa de los problemas que se le van presentando sobre la mesa; cada cual de acuerdo con la situación en la que se encuentra. Incluso si esas condiciones de cultura que a mí me preocupan representan para el lector metas sociales deseables, no debe por ello sacar la conclusión de que tales metas puedan alcanzarse simplemente mediante una organización premeditada» (p.38).
«Solo podemos llegar a reconocer que esas condiciones de cultura son ‘naturales’ a los seres humanos; que, si bien la posibilidad de fomentarlas es mínima, podemos en cambio combatir los errores intelectuales y los prejuicios emocionales que se interponen en su camino. Por lo demás, deberíamos perseguir la mejora de la sociedad del mismo modo que buscamos nuestra mejora individual: en detalles relativamente pequeños. No podemos decirnos: ‘Voy a convertirse en otra persona’; sino solo: ‘Voy a dejar esa mala costumbre y a alentar esa buena’. Así, en lo que concierne a la sociedad, únicamente podemos decir: ‘Intentaremos mejorarla en ese aspecto o en tal otro, donde el exceso o el defecto son evidentes; al mismo tiempo hemos de procurar tener una visión lo suficientemente amplia para evitar que al enderezar una cosa torzamos otra’. E incluso en esta, es una aspiración que se halla por encima de nuestras posibilidades, pues la cultura de una época difiere de la que le precedió justamente por lo asistemático de nuestro proceder, que no comprende o prevé las consecuencias» (p.39).
«Nuestra tendencia a pensar en la cultura exclusivamente como la cultura de grupo, la de las clases y élites ‘cultivadas’, nos hace caer una y otra vez en el error. Consideramos entonces que el sector más humilde de la sociedad tiene cultura solo en la medida en que participa de esa cultura superior y más consciente. Tratar a la masa ‘ineducada’ de la población como trataríamos a una inocente tribu de salvajes a los que tuviéramos que revelar la fe verdadera, sirve únicamente para impulsarla a descuidar o despreciar esa cultura que deberían poseer y de la que se alimenta la parte más consciente de esa cultura. Pretender que todos compartan la apreciación de los productos surgidos de esa parte más consciente de la cultura es adulterar y rebajar la que se ofrece. Porque una condición esencial de la preservación de la calidad de la cultura minoritaria es que siga siendo minoritaria (…). Una ‘cultura de masas’ será siempre un sucedáneo de cultura, y, antes o después, el engaño será manifiesto para los más inteligentes de entre aquellos a quienes se les hubiera encajado esa cultura» (p.164-165).
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