Armando Pego | 22 de agosto de 2021
José Jiménez Lozano había aprendido al lado de Qohélet que eso era ser hombre. Temer a Dios y guardar sus mandamientos consistirían en asumir de frente, sin dejarse arrastrar por la desesperación, la falta de sentido.
Con este artículo celebro agradecido mi jubileo cumplido en El Debate de Hoy. Tras cincuenta colaboraciones he ido edificando el Petit Clairvaux cuyo plano quise entusiasmado garabatear en mi debut a la sombra de José Jiménez Lozano.
Ahora que él sigue entre nosotros con sus palabras, las que testimonian su compromiso estético, esencial, con la memoria y el dolor humanos, déjenme que regrese a escuchar algunos ecos de sus conversaciones con el maestro Qohélet. ¿No podemos imaginarlos sentados al atardecer, atentos al canto del cuco y también del cuervo, pese a todo, tras el rumor que levanta áspero el ábrego que cruza nuestra actualidad?
En el discurso de recepción del Premio Cervantes (2002) José Jiménez Lozano resaltaba la conciencia gramatical de todo escribidor ante el misterio de la finitud humana. La escritura verdadera da fe de que la aparente nonada que somos, condenada a la extinción, muestra en la palabra el anhelo y la armonía de la vida. Quizás todo sea sombra y humo, incluso el escribir, pero hasta en el más mínimo detalle de nuestra existencia, humilde y humillada, no sólo brilla el anhelo de vivir, sino también el indicio indestructible que nombra, jamás en vano, cualquier esperanza.
En el epílogo del Eclesiastés se advierte que “nunca se acaba de escribir más y más libros, y el mucho estudiar desgasta el cuerpo” (Ecl 12,12). Frente a quienes pretenden descartar la inutilidad humanista en beneficio de sus espurios intereses, con delicada ironía Jiménez Lozano salía en defensa de la enseñanza entera de su amigo: “Qohélet ya lo había avisado más de dos mil años antes, pero también que no se dejarían de escribir libros, porque, al fin, el mundo y el rostro de los hombres y los libros humo son, pero también gloria y alegría, y hay que desposar y vivir éstos, antes de bajar a lo oscuro, amparados a la luz del alma”.
José Jiménez Lozano había aprendido al lado de Qohélet que eso era ser hombre (Ecl 12, 13-14). Temer a Dios y guardar sus mandamientos consistirían en asumir de frente, sin dejarse arrastrar por la desesperación, la falta de sentido. No habrá más que derrotas, pero derrotas hay victoriosas. Ese es el juicio de Dios sobre todas nuestras acciones, buenas o malas. Dicho con sus palabras deslumbrantes: «Escribir para dar vida, pues: para los muertos, como si no hubiera mundo, para cuando ya no haya mundo: Soli Deo, y éste un Deus absconditus. Para contarle la maravilla y la pesadumbre de ser hombres, y como para obligarle a salir de su escondimiento, forzar a la Nada a producir algunos ecos». ¡Qué alegría estar vivo, aunque sea solo un soplo, el tiempo que tarda en disolverse un rastro de humo en el aire, escapándose la Nada de sí misma!
Ante ese silencio en que borbota la angustia tanto como la alegría incontenible de la vida que es la Creación, no debe extrañar que JJL demuestre mayor intimidad con Qohélet que en la poesía, pues su visión nihilista es algo que «resulta desconcertante y retador, sarcástico y realista pero también poético”.
Definir la consistencia del mundo como ‘humo’ le parece a nuestro escribidor, en efecto, «mucho más impresionante y dicho más poéticamente que si se define como vanidad». Citaré solo dos poemas. En ambos casos el motivo del ‘humo’ y de la ‘sombra’, con reverberaciones del Libro de Job, conectan con el discurso de Jesús sobre los lirios del campo (y los pájaros) (Mt 6,25-34). En ellos también puede adivinarse la pura maravilla de los primeros días de la Creación (Gn 1).
En Eclesiastés (Tantas devastaciones, 1992), el heno «hoy, está en su verdor / y mañana / lo arrojarán al horno». A cada día le bastará su desgracia, pero el Reino de Dios y su justicia sobran para recibir por añadidura todo cuanto es necesario: «Pero sabed que fui, / que viví y he existido». Bajo la forma de un epitafio, se arrancan aquí algunas notas a la nada.
En Cavilaciones y melancolías (Diarios 2016-2017) El peso de una sombra introduce con su puntuación una sorprendente y profundísima ambigüedad. Aunque, como el rey Lear experimentó, la vida sea ruido y furia, «Hierba que se seca y se arroja al horno, / o una sombra, / según Job y Qohélet dijeron: ¡No hagas caso! / Una sonrisa dura menos / y tiene un peso perdurable».
¿No recoge acaso así la advertencia de José Jiménez Lozano la verdad más honda de la enseñanza de los dos poetas sabios de la Biblia? No hagamos caso «antes de que se rompa el hilo de plata y se destroce la copa de oro, y se quiebre el cántaro en la fuente y se raje la polea del pozo, y el polvo vuelva a la tierra que fue, y el espíritu vuelva al Dios que lo dio»(Ecl 12,6). Seamos, pues, este instante.