Estrella Fernández-Martos | 26 de septiembre de 2021
Hay que seguir profundizando y escribiendo, pero también hay que pausar las palabras para que puedan ser leídas con su justa y hermosa entonación.
La Belleza nos va llevando por donde quiere. Siempre ha sido así. Estamos predispuestos a aceptar a una persona porque es hermosa antes que a otra que no lo sea. Es algo instintivo, pretender negar esa realidad es absurdo. Podemos sobreponernos a ello pero no erradicarlo. El caso es que, como decía, la Belleza nos lleva por donde quiere. A poco que uno se plantee buscarla, empieza a adentrarse en rincones que exceden con mucho la idea que, a priori, pudiera tener. Podríamos pensar hablar sólo de Arte, de poesía, de música, de ternura, de Naturaleza, de guapos. De todo ello, sí. Pero nos lleva también a rincones insospechados como el pensamiento abstracto, las matemáticas, la Verdad, el silencio, y tantas otras hebras en las que está presente ya sea por sí misma o como cualidad de otros.
El tiempo de maduración que precisa cualquier labor, encierra en su proceso la belleza que cubre los pasos cotidianos, los sencillos, los que no constituyen un gran descubrimiento en sí mismos. Son estas pequeñas acciones, a veces rutinarias, las que se convierten en las teselas que integrarán los hermosos mosaicos de una vida completa. La Belleza enseña desde su origen que no sólo habita en lo extraordinario. En contra de lo que se pueda pensar, no desprecia lo pequeño, al contrario, le gusta recrearse en lo sencillo: trabajar cada día, querer a los tuyos a pesar de las circunstancias, regar una semilla de bambú aunque parezca que nunca llegará a brotar. Ya se encargará ella de las sorpresas.
Este es el último artículo de la serie de reflexiones «sobre la Belleza» que hago en El Debate de Hoy. No sabía muy bien cómo terminarla porque, en realidad, las reflexiones no han terminado. ¿Cómo cierras un capítulo a medio escribir? ¿Cómo pones fin a una continuidad? Para eso inventó Aristófanes el punto y seguido, allá por el 200 a.C. Los griegos no tenían signos de puntuación en sus textos, entendían los textos leyéndolos en voz alta. Necesitaban, por tanto, leerlos varias veces hasta poder aprehender lo que realmente quería decir el autor. Su planteamiento ante el saber y el aprendizaje requería un esfuerzo previo y una predisposición a la enseñanza completamente alejada de lo que hoy tenemos establecido. Se tomaban su tiempo para entender cada texto, mientras hoy devoramos muchos textos en un tiempo que cada vez es menos nuestro.
Los signos de puntuación fueron evolucionando a lo largo de los siglos y las culturas hasta la llegada de la imprenta, que cristalizó y generalizó su uso. Igual que se generalizó el uso de otras herramientas en otras disciplinas. Un conocimiento que ha ido pasando de generación en generación y evolucionando a medida que se iba aprendiendo. Hoy son normales técnicas pictóricas que otros inventaron cuando aún eran considerados más locos que genios, desde la antiquísima técnica «al temple» a la moderna «acrílica». Pero ninguna de ellas se hubiera dado si el ser humano no se hubiera planteado qué hacer con lo que tiene, y qué inventar para algo que aún no está contemplado.
Conocer una técnica y cómo se comportan los materiales lleva su tiempo, un proceso que requiere prueba y error, discernimiento y elección. Porque no todas las técnicas nos hacen falta a la vez ni en el conjunto de nuestra vida, no todas se adaptan bien a nuestra manera de trabajar, ni nosotros a los requisitos que la propia técnica exige. Estos procesos individuales de trabajo en el estudio, que abarcan tanto juego como cuestionamiento personal, son muy valiosos y, en ocasiones, realmente reconfortantes. Guardan en su trayecto momentos de gran belleza. Entre tantos episodios de frustración por no ser perfectos, por no llegar a más ni mejor, se esconden instantes en los que un artista trabaja en un dialogo constante, fluido, dando y quitando lo que la propia obra le va pidiendo. Esos momentos privados son alivios de hermosura y satisfacción personal. Brota en nuestro interior el convencimiento de sabernos haciendo lo que debemos hacer. Instantes tan bellos que transforman todos los sinsabores e inseguridades que el trabajo creativo conlleva, en justo precio a pagar. Son momentos efímeros que se nos escapan de entre los dedos con demasiada rapidez pero que, una vez que los hemos vivido, anhelamos constantemente. Y es buscándolos que seguimos avanzando por el camino que hemos de recorrer.
Con el pensamiento sucede lo mismo. Es cierto que ya está elaborado y formulado en gran medida por otros mejores. Pero, y en esto tenían razón los griegos, para entender lo que otros quieren decir, es necesario el esfuerzo personal previo para adentrarse en el tema que sea. Puede que ese proceso, aún desnudo, parezca torpe, insuficiente e innecesario. Sin embargo, estos meses me han convencido de que es una fase imprescindible del aprendizaje y del fortalecimiento. Y es, más que nunca, necesario para poder tratar con un mundo tan cambiante con una estructura suficiente para discernir lo bueno, aprender lo bello, y poder reaccionar y descartar tantísimo ruido que nos rodea.
Este es el último artículo de esta serie de reflexiones en voz alta «sobre la Belleza». No sabía muy bien cómo terminarla porque, en realidad, estas líneas son sólo una continuidad y un aterrizaje a un paso nuevo. Hay que seguir profundizando y escribiendo, pero también hay que pausar las palabras para que puedan ser leídas con su justa y hermosa entonación.
La Belleza igual se esconde que se pregona; que no todas sus manifestaciones tienen que ver con la intimidad y el disfrute aislado. En ocasiones nos sorprende tanto, nos causa tanta conmoción, que no podemos más que proclamarla.
Hay palabras hermosas por lo que designan, otras nos horrorizan justo por eso; las hay que nos enamoran por su sonido aunque su significado sea enclenque, y luego tenemos las que ni fu ni fa.