Victoria Hernández | 30 de agosto de 2021
Se avecina el fin del verano y con ello el nubarrón infame de la vuelta a la rutina. Es la melancolía del domingo por la tarde, la certeza de los menguantes días de agosto o la congoja al ver el anuncio de ‘La vuelta al cole’ de unos grandes almacenes.
En estas tardes largas, rendidos a la dolce far niente, apurando el ultimo trago del dulce elixir de las vacaciones, esquivamos airosos la punzada repentina del recuerdo de lo que se aproxima inexorable y nos sacudimos con un manotazo indolente, como si de una mosca besucona se tratase, el mal pensamiento, el nubarrón infame de la vuelta a la rutina. Y semejante malestar es algo muy humano, no le ocurre solo a unos pocos, no: está inscrito a modo de impronta genética en el común de los mortales. Es la melancolía del domingo por la tarde, la certeza de los menguantes días de agosto o la congoja al ver el anuncio de ‘La vuelta al cole’ de unos grandes almacenes. No está inspirada esta aprensión pasajera en una dejación de las responsabilidades adquiridas —ni familiares, ni laborales— ¡qué va! Es algo más profundo, una nostalgia de algo para lo que estamos hechos, algo hermoso que merece ser contemplado sin prisas, el disfrute gozoso de ese jardín del edén donde solo teníamos que preocuparnos por llamar cada cosa por su nombre.
Pero en este mundo veloz, del que nos hemos bajado unos momentos con la excusa de la canícula, poca cabida hay para la negligencia y el reposo, y aunque de esto ya han hablado autores de la talla de Pieper u Ordine, lo ocioso y lo inútil siguen teniendo muy mala fama. Entonces, ¿qué hacer para conservar el dulzor de esas mieles que saboreamos de manera efímera durante el estío? ¿Cómo evadirnos del yugo de la ganancia del pan y del sudor de la frente? Lo seguro es que no hay solución de continuidad, al menos en este mundo, pero del mismo modo que la sombra nefanda del empecinado calendario oscurece nuestro reposo veraniego, existen destellos de esperanza que nos devuelven a la beatitud del paraíso. Esta promesa luminosa nos la proporciona la contemplación del arte, —apoteosis de la futilidad, según algunos— en cualquiera de sus expresiones musicales, plásticas y literarias.
Decía el bueno de Tolkien en Sobre los cuentos de hadas, precisamente sobre la capacidad de consuelo que ofrece la literatura al hombre caído, que «hay profundos motivos de evasión que siempre han estado presentes en las leyendas. Hay cosas más terribles de las que escapar que el ruido, la pestilencia, la insensibilidad y la extravagancia de los motores de combustión interna. Está el hambre, la sed, la pobreza, el sufrimiento, la tristeza, la injusticia y la muerte». También considera el autor que la satisfacción más importante de los viejos anhelos humanos la proporciona el Consuelo del Final Feliz de los cuentos de hadas, o eucatástrofe como él gusta denominar al colofón bondadoso al que nos tienen acostumbrados estos juguetes narrativos.
Porque del mismo modo que el «Érase una vez» nos transporta a un mundo grandioso e ilocalizable, el punto final, adornado o no con un «y fueron felices para siempre», proporciona al que lo lee un consuelo, una alegría vivida a través de otros, que aunque pasajera, no deja de proporcionar un atisbo de gloria. Y no solamente a través de los cuentos, sino que un poema, capaz de amalgamar con pocas palabras sentimientos inefables, nos traslada a las profundidades abisales de nuestra alma; una tocata y fuga palpitando bajo las vetustas nervaduras de una bóveda, hinchan nuestro pecho de un júbilo tan intenso que parece a punto de estallar; o la admiración de las pinturas sixtinas, la delicadeza poderosa de colores y trazos, saturan nuestras pupilas arrasadas por lágrimas de plenitud. Y así, por un instante, vislumbramos, arrebatados de esta tierra, la dicha.
Dirán las malas lenguas que estos embelesos son resultado de secreciones hormonales y humores varios, pero me quedo con la propuesta del profesor oxoniense que explica a la luz de la teología el quehacer artístico. El hombre, hecho a imagen y semejanza del Creador, no está llamado exclusivamente a poblar la tierra, sino a embellecerla a través del arte, a actuar como subcreador según el don otorgado como voluntad originaria de Dios. Dice Tolkien en su poema Mitopoeia: «Aunque ahora exiliado, el hombre no se ha perdido ni del todo ha cambiado. Quizá conozca la ‘des-gracia’, pero no ha sido destronado, y aún lleva los harapos de su señorío, el dominio del mundo con actos creativos». Expone, así, de manera metafórica que el poder emanado del Hacedor Sumo se ha concedido, a Su imagen y semejanza, para que el artista lo expanda por todo el mundo, e imite y descubra aspectos de la hermosura primigenia del universo que no fueron desplegados completamente en la creación.
De ahí, la trascendencia de la belleza proporcionada por las artes, percibida en las notas de una melodía que remite a la música original o en las pinceladas de un lienzo que desvela los colores primeros. Esta belleza subcreada es imagen y semejanza de la fuente prístina. Pero si Dios crea a través del Verbo, será precisamente a través de las palabras como el artista invente mundos de manera más perfecta. Y así volvemos al consuelo de la literatura y de la eucatástrofe de los cuentos de hadas, que no niegan «la existencia de la tristeza y el fracaso, pues la posibilidad de ambos se hace necesaria para la alegría de la liberación» y aun con esto, «rechazan la completa derrota final», porque son anticipo y anuncio de la Buena Nueva. La esperanza que suscita un final feliz se sustenta, por tanto, en la gracia súbita y milagrosa que proporciona una «fugaz visión del Gozo», Gozo que no pueden encerrar los límites de este mundo, y menos aún, los límites de agosto.
En esta segunda parte del viaje seguimos por Europa, de Inglaterra hasta Italia, y nos adentramos en el continente americano de la mano de un best seller y del agente secreto más famoso del cine.
A todo el mundo le agrada una tormenta de verano. Una tormenta de verano es la irrupción del alivio en mitad de la aspereza, una ternura repentinamente volcada. El maná, la brisa, la rama de olivo.