Daniel Berzosa | 31 de agosto de 2021
Afganistán es la prueba evidente de que el refrán «el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra» no ha perdido vigencia y de que el estudio de la Historia tampoco.
El día 31 de agosto de 2021 expiraba el plazo inicial dado por los talibanes y sus principales avalistas (China, Rusia y Turquía) a Estados Unidos y, en general, a Occidente para abandonar con seguridad el aeropuerto de Kabul. Un aeródromo convertido en el arca celeste de Noé para un Afganistán —y un mundo— de esperanza, en el que, aunque fuera de forma gradual, la vida política y las mujeres y los niños de allí alcanzaran unas condiciones que los que vivimos y creemos en la libertad y los derechos humanos estimamos y defendemos elementales para una vida digna.
Veremos, por cierto, cuánto dura esto último entre nosotros. Vistas las exitosas presiones exteriores de los modelos mundiales ascendentes; el chino totalitario-capitalista y el islámico confesional-intolerante. Y su penetración interna evidente, tanto en nuestras formas de vida pública (los objetivos de los actores políticos mayoritarios y el ejercicio del poder parecen orientados a incrementar la debilidad de sus propios Estados y enterrar la civilización occidental, a partir de la deformación de sus principios elementales) y privada (la asunción acrítica de tal evolución por las masas de vida muelle del primer mundo y su incomparecencia en la vida cívica). Pero esto es harina para otro artículo.
Volviendo a la «extremadamente imbécil retirada de Afganistán», en palabras del ex primer ministro británico, Tony Blair, el plazo dado no se ha podido cumplir con seguridad; porque los talibanes no controlan la situación en su propio terreno. Ya se ha verificado un atentado por la franquicia local del Daesh, adversarios políticos, que no religiosos, de aquellos. Con ciento setenta muertos, de los cuales trece son militares estadounidenses y tres civiles británicos, y un gran número de heridos. Y el propio presidente Joe Biden advertía de la posibilidad, «altamente probable», de más atentados.
Para afuera, las tribus y sectas afganas sí han dispuesto en los últimos cuarenta y dos años de medios bastantes y sobrada voluntad de victoria frente a la Unión Soviética y sus aliados comunistas entre 1979 y 1989, y Estados Unidos y la coalición occidental estos últimos veinte años. Lo que ya constata una granítica determinación colectiva, todo sea dicho. Parece que solo Alejandro Magno pudo doblegar hasta cierto punto el rechazo inquebrantable de aquellos nómadas a las intervenciones externas.
Afganistán es la prueba evidente de que el refrán «el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra» no ha perdido vigencia y de que el estudio de la Historia tampoco, como sostuvo Maquiavelo, para quien la naturaleza humana subsiste igual en lo esencial, pese al transcurso del tiempo.
Lo delirante, deprimente y desmoralizador es que sobre esta «dura foto del fracaso occidental», que es lo que queda, según José M. de Areilza, todos los que han vivido y viven, gracias a la libertad que disfrutamos en Occidente, de clamar de boquilla contra su penúltima potencia rectora («yankee, go home!», etc.), salgan ahora con insoslayables proclamas como papeles mojados con aguas de Band-e Amir de lo que los Estados Unidos —y los demás países occidentales— deben hacer.
Ahora, que el lector haga el ejercicio de pensar cómo vive la mujer en Occidente, y, en particular, cómo vive en España; valore la libertad y los derechos de que disfrutamos hombres y mujeres por igual
Pero, cuando se trata de empuñar las armas, con sus caídos, heridos y cargas económicas y sociales; porque la defensa de la libertad y los derechos lo exigen, están siempre amojonados en las seguras aceras de enfrente de Madrid o Washington, D. C., para desgañitarse con el «yankee, go home!», etc., y para defender el derecho de otras culturas a vivir según sus propias reglas, aun cuando supongan la extinción de los valores occidentales, no ya en sus países de origen, sino en los Estados donde se forjaron y todavía, renqueantes, permanecen.
Y así, entre hechos consumados en el teatro de operaciones y «flatus vocis» en el gran teatro de Occidente, va a suceder luego de unos días con Afganistán y la realidad de la mujer, y de los niños, y aun de los pobres, no solo allí, sino en los países de tradición y dominio musulmanes.
Me remito a un reciente artículo de Pilar Castañón para hacerse una idea equilibrada de esta hipocresía: «Mujeres, niños y pobres… en Afganistán». Entre otras citas demoledoras, se lee: «Para comprender mejor lo que representa la mujer en ese mundo, el escritor argelino Kamel Daoud daba esta explicación: «La mujer es negada, velada, encerrada, poseída. El cuerpo de la mujer pertenece a todos, pero no a ella, y no es visto como lugar de libertad».
Y esto es lo que parece que se nos viene encima, si en efecto se está ante claras manifestaciones del colapso de la cabeza del penúltimo imperio de Occidente, como acreditados autores afirman.
—En particular, a la mujer occidental.
—Pero a todas, no solo a las ‘fachas’, como parecen creer feministas, ‘generistas’, ‘diversistas’ y sus compañeros de viaje.
Ahora, que el lector haga el ejercicio de pensar cómo vive la mujer en Occidente, y, en particular, cómo vive en España; valore la libertad y los derechos de que disfrutamos hombres y mujeres por igual —como no puede, ni debe ser nunca de otro modo— y saque sus propias conclusiones.
Esta afirmación «evidente» de La Declaración unánime de los trece Estados unidos de América, del 4 de julio de 1776, asignada a Thomas Jefferson y que ha marcado el rumbo de Occidente durante casi doscientos cincuenta años, no solo ha fracasado hacia afuera como canon universal, sino que lo está haciendo también dentro: «Sostenemos que estas verdades son evidentes por sí mismas: que todos los hombres son creados iguales; que están dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos se encuentran la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad».
Parece que los tiros —nunca mejor dicho— no van por ahí. Ni fuera, pero tampoco dentro de Occidente. A veces, en la Historia, se aprende que se está a tiempo de reaccionar. ¿Es nuestro caso?
La cuestión no era retirarse sino cómo hacerlo. Y ahí fracasó Washington y Joe Biden hizo el ridículo. Lo de Afganistán es un caos.
Alejandro Rodríguez de la Peña
Si uno de los dos sectores en la batalla cultural saca a relucir algún aspecto positivo de la civilización a reivindicar, el otro lo acusa de «blanqueamiento» y viceversa. Esta memoria selectiva impide todo debate sano y lo mezcla todo.