José María Sánchez Galera | 20 de septiembre de 2021
Ejecutivo, escritor, traductor. Viajero, aviador, hombre de campo. Luis Sanz Irles se adentra en todos los terrenos. Desde literatura hasta la deriva de la cultura occidental y de las libertades en el mundo.
En un monte malagueño a unos 700 metros de altitud y con vistas al mar allá a lo lejos, vive desde hace más de una década. Allí cultiva los olivos que le surten de aceite durante el año y allí es donde aloja, además de a su familia, unos 3.000 libros que no para de leer y consultar. Fruto de sus lecturas fue una colección de colaboraciones que publicó Málaga Hoy y que se titulaban Texto sentido, y que luego editó en un libro homónimo (2019). Previamente había escrito dos novelas (Una callada sombra, 2012; Tulipanes y delirios, 2016) y un poemario (Las gaviotas de hielo, 1982), y su tercera novela está al caer. Si bien su obra más reconocida y celebrada ha sido su traducción de La tierra baldía, de T. S. Eliot (Olé Libros, 2020), que Armando Pego desentrañó en El Debate de Hoy. Es Luis Sanz Irles (Valencia,1952), un empresario que ha viajado desde Sudáfrica o Dinamarca hasta China, que preside el Consejo Asesor de la Asociación Internacional de Áreas de Innovación, pero, sobre todo, que demuestra que la literatura es más una pasión que una profesión de burócratas y mandarines afincados en estructuras orgánicas.
Pregunta: En la universidad, donde publicar artículos en revistas desconocidas se ha convertido en obligación, se ha impuesto una especialización a ultranza. ¿Usted encajaría ahí?
Respuesta: Mi vida académica fue breve y pertenece a un pasado muy lejano, así que es una tesitura («tesitura», ¡qué palabra!) en la que no estoy. Si lo estuviera, la respuesta sería no. No tengo nada contra la especialización. Contra la especialización «a ultranza» tal vez sí. Lo único que he practicado a ultranza ―y que no sea impropio hacer público― ha sido la aviación y la lectura. Soy más abeja de mil flores que descomunal tuneladora.
Pregunta: Quizá por ser abeja que va de flor en flor, a la hora de definir a Luis Sanz Irles, unos no saben si etiquetarlo como «escritor», «traductor», «consultor» o «empresario».
Respuesta: Si no me deja acudir a la frasecita de Walt Whitman de «contengo multitudes», le digo que escritor, pero sólo porque es lo que más me interesa y además porque contiene plenamente la faceta de traductor, de manera que no traiciono esa otra vocación… o pasión… no sé, me está usted metiendo en un lío. Lo que puedo decirle es que las últimas actividades que menciona, económicas y comerciales… bueno, he procurado ejercerlas con la mayor diligencia y calidad de que he sido capaz, e incluso he disfrutado de ellas (y ojo a la preposición, que es «de», no «con»), pero interesarme, lo que se dice interesarme, la verdad es que no, con excepción, quizás, de una aventura empresarial bastante azarosa que tuve en Hong Kong con un socio holandés. No obstante, les guardo gratitud: me han permitido viajar y conocer el mundo en una medida que está al alcance de pocos, eso también es verdad. Ahí he sido un privilegiado de esos de tarjeta platino en media docena de aerolíneas, cosa que conlleva pequeños privilegios que convierten viajar en algo sumamente placentero.
P.: ¿Hasta qué punto esa versatilidad, ese conocimiento de distintos lugares, le ha servido para su traducción de La tierra baldía?
R.: No sabría decirle. La versatilidad es útil en la vida, supongo (¿estamos de vuelta en lo de la no especialización?), pero con respecto a la traducción de La tierra baldía, lo que más me ha servido han sido las lecturas; me refiero a las lecturas de toda una vida, sobre todo las de poesía, claro, pero también, en particular, las de historia; en concreto me fue providencialmente útil haber leído el archiconocido La rama dorada, de Frazer y, conectado con él, un libro interesantísimo de Wittgenstein en el que le da bastante caña, Note sul «Ramo d’oro» di Frazer. Los leí en mi etapa veneciana (que fue la de mi borrosa frontera entre la juventud y la supuesta madurez, ¿sabe usted?); fueron largas sesiones matutinas en un cafetín del Campo Sant’Angelo.
Creo que he sido versátil también en mis lecturas, así que acaba teniendo razón usted: la versatilidad me ha servido.
Nos hemos vuelto muy cobardes y muchas de nuestras universidades están a la cabeza en la propagación de esta servil cobardía
P.: De hecho, en su traducción, usted ha leído en los versos de Eliot el eco de Dante, Ovidio o de Agustín de Hipona.
R.: He oído esos ecos porque están, ¡y de qué manera! He «leído» esos ecos en los versos de Eliot, como dice usted, pero también lo he leído-leído. En algunos casos, como los de Dante u Ovidio, he releído los fragmentos pertinentes, los que inspiraron a Eliot. En el caso de san Agustín (no soy creyente, pero no me molesta el san) me leí las Confesiones, toda la obra y cotejé una versión en español con otra en inglés. Me pareció necesario para asegurarme de una correcta comprensión de los versos finales de la tercera parte, El sermón del fuego.
Lo más interesante ha sido experimentar cómo la lectura atentísima de la obra de Eliot ha modificado mi relectura de obras que ya conocía. La incomparablemente bella ―y terrible― historia que Ovidio cuenta sobre Tereo, Procne y Filomela ha cobrado a mis ojos y oídos una intensidad y un fulgor nuevos, tras verla «reflejada» en La tierra baldía. Se trata de los preciosos juegos de ida y vuelta de la intertextualidad.
Un texto del pasado inspira o da pie a otro posterior, pero la lectura de este último puede, a su vez, modificar nuestra percepción, nuestra comprensión de aquel texto fuente (el hipotexto, en «retoriqués»). Vista así, la lectura se convierte en una curiosa partida de billar a dos bandas. Como digo en mi nota introductoria a la traducción, «por arte de birlibirloque, el hipertexto se convierte en el hipotexto del hipotexto».
P.: Parece un retruécano de Muñoz Seca, que sí que sabía de intertextualidades. A ver si lo he entendido bien: ¿entendemos mejor a Ovidio leyendo a Eliot? ¿A Eliot leyendo a Ovidio? ¿O es un proceso creciente, de carambolas que no paran?
R.: Cada nueva lectura de un mismo texto modifica algo ese texto, o mejor, nuestra lectura anterior de él, al menos si se lee como hay que leer, con atención. Cuando son dos textos distintos los que entren en juego, esa «modificación» se da en un grado aún mayor. En este caso concreto no tengo ninguna duda de que haber leído a Ovidio enriquece luego la lectura de Eliot, a la vez que la lectura de Eliot nos hace ver cosas en Ovidio que podríamos no haber percibido. Eso nos lleva a un final feliz (¿puede decirse en horario infantil?), porque el proceso, y en consecuencia la fuente de gozo, sería inextinguible.
P.: Más que traidor, el traductor es un intérprete que recrea, ¿no?
R.: Traduttore traditore es una bobadita que ha alcanzado una inusitada celebridad, pero a mí, a diferencia de a otros traductores puntillosos, no me molesta. Casi al contrario, me hace gracia eso de que se me vea como un taimado traidor, un don Julián (con permiso de Juan Goysitolo), un francotirador agazapado en algún tejado que va cepillándose versos ajenos a adjetivazos.
La realidad es otra bien distinta: sólo los malos traductores son traidores; lo son al texto original, a su autor, a su propia lengua, a los lectores, a todo y a todos. Pero no creo que sean muchos los que tengan derecho a quejarse de que existan los malos traductores; con lo que se les paga, ¿qué coño esperan? Lo milagroso es que haya buenos traductores, que los hay. Es pura vocación, disciplina y buenas dosis de masoquismo, pero hay resultados esplendorosos.
Europa se está suicidando culturalmente porque ha perdido la fe en su papel histórico
P.: Hablando de traiciones al lector, dice un chiste académico que un profesor de universidad le pregunta a un colega si ha leído tal libro, y la respuesta es: «No, y aún te diría más; creo que ni siquiera lo he reseñado». Usted, por el contrario, es un lector compulsivo capaz de suprema lentitud y también de colmar de escolios los volúmenes que caen en sus manos.
R.: Tantos escolios que a veces se vuelven escollos. Pero sí, es verdad, leo muy despacio los libros que me gustan. También soy capaz de leer muy deprisa, como aquel conocido de Woody Allen que presumía de haberse leído Guerra y Paz en veinte minutos, tras haber realizado un cursillo de lectura rápida. «Va de Rusia» fue su resumen.
Pero es cierto que practico una lectura lenta y minuciosa. ¿Qué insensato querría leer En busca del tiempo perdido con prisa? ¿Qué desavisada leería Madame Bovary o La Regenta derrapando en las curvas? Quiero sacarle el mayor rendimiento a los libros que me dan placer, quiero que duren, quiero vivir en ellos lo más posible. Y, además, como bien dice, leo siempre lápiz en ristre y subrayo, anoto y lleno las páginas de signos de mi invención, una taquigrafía personal que he ido elaborando con los años y que me es doblemente útil: primero, para futuras relecturas o consultas y luego, para ayudarme a fijar en la memoria conceptos, palabras, oraciones, versos…
Hay algo interesante: esta práctica cuenta con amigos detractores que afean mi «maltrato» a los libros. Pero soy inasequible a sus reproches.
P.: Deduzco que usted da mucha importancia a las palabras, al lenguaje, y, según ha dicho en alguna ocasión, ha encontrado las palabras precisas de su traducción observando la naturaleza; por ejemplo, dando un paseo matutino y fijándose en un perro que olisquea a una perra.
R.: En el caso que usted menciona, la fase de olisqueo había concluido cuando pasé por su lado. El perrete fogoso la estaba montando frenéticamente. La visión de ese acto me trajo a la cabeza, de sopetón, una palabra que andaba buscando desde hacía días para traducir la última palabra del primerísimo verso de La tierra baldía, que es breeding, pues no estaba satisfecho con lo que podrían ser las traducciones más o menos esperables, que eran, por otro lado, las que se habían usado en traducciones anteriores. Todas correctas, pero faltas de una fuerza y de una sexualidad soterrada que yo buscaba. El chucho matachín me la dio con su alegre frenesí.
P.: ¿Qué nos falta más hoy: esa capacidad de observar la naturaleza, con sus matices de colores, sonidos, relentes y sofocos, o leer más a los clásicos, desde Homero hasta Stevenson?
R.: Yo vivo en el monte desde hace diez años. Observo la naturaleza con atención y con gozo creciente. Hacerlo me da vida, literalmente… y diariamente. Pero la gente vive más que nunca en las ciudades, por eso hablamos (con abundancia de memeces y lugares comunes, por otro lado) de la España vacía. Por cierto, ¿no es curioso que se diga la «España vacía» y no el «Estado vacío» o el «Estado español vacío»? ¿Será que está permitido nombrar a España si es en un contexto negativo?
Creo que me voy a escapar de su trampa saducea (esta es una expresión antediluviana de Torcuato Fernández Miranda) diciendo que los que leen a Homero observan la naturaleza.
P.: «De la ley a la ley», decía aquel. Y hoy hay legisladores que nos dicen que no debemos ni podemos leer a Homero, porque era homófobo y machista. El héroe homérico Odiseo vive varias aventuras sexuales (Circe, Calipso) sin empacho alguno, pero su esposa Penélope tiene que guardarle plena fidelidad.
R.: Es sabido que no se le pueden poner puertas ni al campo ni a la idiotez. Si censuran a Homero (si lo «cancelan», que se dice ahora), les escupiremos a la cara y después lo leeremos clandestinamente, como leíamos a Marx durante el franquismo, al menos los que leíamos libros y no sólo Mundo obrero. (En mi caso, por cierto, leer a Marx me sirvió para dejar de ser marxista ipso facto. Lo fui antes, cuando tocaba de oído).
La banalización de la idea de libertad es rampante, pasmosa y criminal
P.: Como nos contaba antes, gracias a su trabajo profesional, y a otros motivos, usted ha viajado mucho. Lo cual le ha permitido, por un lado, conocer bien distintos idiomas… Algo que se nota en su traducción de La tierra baldía.
R.: Bueno, mi conocimiento de idiomas se debe, antes que nada, a haberlos estudiado. Sin eso, al menos en mi caso, no hay viajes que valgan. Me acuerdo de una cosa que me paso hace años en una librería. Estaba yo hojeando libros y oí a una señora que buscaba, para su nieto, un libro llamado El inglés sin esfuerzo. Tuve una reacción automática: me giré y le dije: «eso no existe, señora». Sin esfuerzo se aprenden los idiomas cuando se es niño; luego, ni por pienso, aunque excepcionalmente haya talentazos naturales que parece que los aprenden por ósmosis.
Pero después del estudio, viajar ayuda, qué duda cabe. Y también es verdad eso que a veces se dice y que algunos no acaban de creerse: cuantos más idiomas se conocen, más fácil resulta aprender otros. Creo que a partir del tercer idioma que se habla, resulta fácil alejarse del propio, despegarse de sus andamiajes y, por consiguiente, evitar los calcos y las traducciones directas resultantes de pensar en un idioma y luego traducirlo. Desgajarse del idioma propio es fundamental para aprender bien los ajenos.
P.: Uno de los lugares adonde usted ha viajado con bastante asiduidad es Extremo Oriente. En alguna que otra ocasión, hace años, cada vez que usted regresaba de China, alarmaba sobre la creciente fuerza de la tecnología como herramienta de control social.
R.: Pues sí, llevo mucho tiempo advirtiendo de ello, pero, lógicamente, quién soy yo para advertir de nada relacionado con las «grandes estrategias internacionales». Mis advertencias las oían mis familiares y amigos y los lectores de revistas minoritarias o de mi blog. Cuando las hacía en alguno foro público, como congresos, seminarios y cosas así, las reacciones solían ir por el lado del escepticismo y el descreimiento, y de pensar que sólo era uno más de esos catastrofistas agoreros. Quién sabe, a lo mejor lo soy, pero lo que sí han constatado muchos es que la mayoría de mis voces de alarma de hace diez y quince años no eran fantasías. Desde que empecé a ir por allí, y han sido muchísimas veces, me di cuenta de que el gobierno y el partido comunista (tanto monta), omnipotentes, omnipresentes y omnímodos, tenían un diseño y un itinerario (hoy creo que se dice hoja de ruta, ya ve usted) muy preciso, aunque muy a largo plazo: dominar el mundo por la tecnología. Sin embargo, parecía que los gobiernos occidentales o no lo veían o hacían como que no lo veían. Si la memoria no me traiciona ahora, Europa aún daba ayudas económicas a China como país en vías de desarrollo, ¡cuando China ya mandaba naves a la Luna! Es maravilloso. Como China también es parte del mundo, dominar el mundo supone dominar la propia China, controlarla, y la tecnología se está revelando como un aliado formidable de esos diseños espantosos.
No hay que ser muy imaginativo para sospechar que la implantación de esos sistemas totalitarios no va a ser sólo cosa de China
P.: ¿China está implantando una distopía? ¿Un sistema totalitario futurista con absoluto control sobre la entera sociedad y cada uno de los individuos?
R.: Sí. Una distopía y una pesadilla tangibles, como hace cualquier partido comunista en cuanto llega al poder, por otra parte. Las colosales dimensiones de todo en China, demografía, geografía, urbanismo, empresas… hacen que el resultado sea mucho más llamativo y dantesco. Cámaras omnipresentes, softwares de reconocimiento facial, big data al servicio de Big Brother, vigilancia continua y exhaustiva, premios y recompensas según la «conducta social» (entiéndase política) observada, registrada y almacenada. La Stasi de la RDA era el órgano represor de la señorita Pepis al lado de esto.
No hay que ser muy imaginativo para saber adónde lleva eso, ni tampoco para sospechar que la implantación de esos sistemas totalitarios no va a ser sólo cosa de China. Así que toca hablar de vecinos, barbas y remojos.
P.: Hay quienes dicen que el covid salió el laboratorio de Wuhan, quizá por error, pero que no resulta descartable que formara parte de un proyecto deliberado de investigación en algo que podría calificarse como arma biológica.
R.: No lo sé, no tengo ni idea, y dudo de que pueda haber pruebas concluyentes de algo así. Sí sé, sin embargo, que de lo que nos cuente China sobre sus responsabilidades en esto, o en cualquier otra cosa, no debemos fiarnos.
P.: Eliot decía que abril es el mes más cruel. ¿En qué mes cree usted que se halla hoy Occidente?
R.: A primeros de diciembre. Entramos en un invierno largo. Frío y largo. Casi en una miniglaciación toda nuestra.
Siempre que sale este tema, acabo soltando una cita de Cyril Connolly: «Ha sonado la hora de cierre en los jardines de Occidente». En fin, la honradez intelectual me obliga a precisar que la cita está truncada y además que se refería al arte, pero no parece imprudente pensar que bien podría haberla extendido a la civilización occidental en su conjunto. La cita completa es esta:
«It is closing time in the gardens of the West and from now on an artist will be judged only by the resonance of his solitude or the quality of his despair.»
Yo me consuelo a mí mismo pensando que mi pesimismo radical se compensa de alguna manera con el refinamiento y la calidad de mi desesperación. Mi desesperación es de haute qualité. Estoy en mi derecho de creerlo así. Por otro lado, La tierra baldía es también una reflexión sobre el estado de la civilización occidental y, como tal, es de una desesperación sublime.
Reconozco que respecto al futuro de Occidente, de nuestra civilización, soy pesimista, quizás más de lo que sería permisible, y quizás, lo admito, debido en buena medida a la edad. Y eso que he sido sensato y he seguido a conciencia el consejo que daba John Banville en El intocable: «La vejez […] no es una aventura que deba ser emprendida a la ligera».
En fin, creo que nuestro tiempo al sol se acaba y creo que, ¡por fin!, el bueno de Fukuyama va a tener razón: es el fin de la historia, pero no en el sentido que él daba a su famosísimo aserto, sino en otro: es el fin de nuestra historia, la nuestra, la occidental. Lo abracadabrante no es que eso haga feliz a otras civilizaciones que aspiran a reemplazar a la nuestra y que nutren enormes rencores por la frustración de haberlo intentado sin éxito durante muchos siglos, sino que haga felices a muchos de entre nosotros, que han creado, alimentado y propagado la idea de que de Occidente proviene todo mal y ningún bien. Son inmunes a toda evidencia que uno les ponga delante de los ojos.
Yo no sé si acabará teniendo razón Tucídides (Historia de la guerra del Peloponeso es una de esas obras que debería leerse sin demora), cuando explicaba que la guerra es inevitable si hay un poder naciente que busca desplazar a otro poder hegemónico ya establecido, pero es evidente que lo que le queda de vida a mi generación y la vida de la siguiente van a estar marcadas por el conflicto entre los EEUU y China, y que no puede aventurarse si se zanjará a las malas o a las muy malas. A las buenas parece poco probable.
El desarme moral en curso nos pone a los pies de los caballos de los totalitarismos que se acercan
P.: Como usted acaba de apuntar, a este conflicto entre China y EEUU a veces se lo describe como «la trampa de Tucídides».
R.: Así es, sí. Pero el problema no es sólo China por ser una sociedad dominada por un sistema totalitario y una ideología nacionalista a ultranza (¿ve?, ya vuelve a salir lo de ultranza). El problema es más un asunto interno y que me atrevo a resumirlo ―muy groseramente, lo sé― diciendo que Europa (deje que lo particularice en Europa ahora) se está suicidando culturalmente, porque ha perdido la fe en su papel histórico. Y tras la muerte cultural llegan las otras, infaliblemente. Hay una fatiga existencial muy evidente, una falta de combatividad para defender nuestras raíces culturales o, más en concreto, nuestros sistemas de organización social y política; y las múltiples luchas en defensa de supuestas libertades, que crecen como hongos cada semana, acabarán justamente en lo contrario, en destruir las libertades que con tanto esfuerzo conquistó Europa y Occidente en general. La banalización de la idea de libertad es rampante, pasmosa y criminal. El desarme moral en curso nos pone a los pies de los caballos de los totalitarismos que se acercan. Vienen de Oriente, como suelen, vienen al galope, y sus quintacolumnistas ya están aquí y trabajando duro.
Nos hemos vuelto muy cobardes y además (¡cómo duele decirlo) muchas de nuestras universidades están a la cabeza en la propagación de esta servil cobardía. Desde la catástrofe que fue el asalto a mano armada del campus de Cornell, en 1969, y que acabó con la trágica capitulación de las autoridades universitarias, cada vez hay más censura y más fascismo en las universidades occidentales, pasto de corrección política y carnets de partido.
P.: Acaba de aludir usted al fascismo —aunque sea en sentido lato de totalitarismo, fanatismo, intransigencia violenta— como reacción contra el supuesto o real fascismo —la ideología woke o «políticamente correcta» se define como «antifascista». Algo de eso aparece en su novela Una callada sombra, a propósito de la lucha clandestina contra el franquismo.
R.: Bueno, es que, si se ha banalizado el concepto de libertad, el de fascismo ya ni le cuento. La palabra «fascista» es ya el santo y seña de los cantamanañas de-todos-los-partidos.
Y sí, este es un tema que aparece en Una callada sombra. Más aún, yo diría que es «el tema». Es cierto que el gran peso de la lucha clandestina contra el franquismo recayó en los partidos, digamos, comunistas. Al PSOE en la lucha clandestina contra Franco, aquí en España, en el interior, como decíamos, se lo vio muy muy poquito. En Toulouse no sé lo que harían, pegarían algún cartel, supongo, pero aquí, poco. Salieron a la calle a hacer ruido cuando la cosa ya estaba cantada. Esa lucha la llevaron adelante sobre todo los partidos comunistas, en sus mil y una escisiones. Pero claro, lo que pasa es que un partido comunista es una estructura más totalitaria incluso que lo fue el franquismo, y un régimen comunista, que era lo que querían instaurar, lo habría sido todavía más.
La vida política de la clandestinidad militante, que tenía ―sería mezquino negar eso― su lado abnegado y hasta heroico, era una vesania, y su fanatismo, supuestamente justificado por la ideología que iba a liberar a la humanidad entera, era tan criminal como lo que pretendía derrocar. Eso busca desentrañar la novela, sí. También hay mucho fascismo en el antifascismo.
P.: Por otro lado, La Rochefoucauld comentaba algo muy parecido a eso de la «fatiga existencial» que usted ha señalado antes. Él hablaba de la fatiga de guerra que lleva a un pueblo, o a una civilización, a intentar alcanzar un acuerdo con los enemigos, sea al precio que sea.
R.: Me temo que nuestros woke están más en la rendición y el acatamiento que en la negociación o la tregua. Su punto de partida es que nos merecemos todo lo malo que nos pase. Para ellos la maldad está en nosotros y en nuestras democracias más o menos liberales, no en la imposición de la sharia o en el comunismo chino. En Sumisión, Houellebecq da en el clavo.
Supongo, sin embargo, que no sería imposible matizar mi pesimismo. Si Occidente ha sobrevivido al Terror de Robespierre, a dos guerras devastadoras en el siglo XX, al espanto nazi y al horror comunista, igual cabe esperar que reaccionaremos y salgamos de esta.
Javier Viver, imaginero, profundiza en la necesidad de poner en valor la capacidad del arte de comunicar «realidades muy profundas como las pasiones, el sufrimiento, la belleza, la justicia, la paz, la inmortalidad».
El periodista italiano Giulio Meotti evita los paños calientes a la hora de analizar los problemas que padece abúlicamente el Viejo Mundo forjado entre Atenas, Roma y Jerusalén: «Francia, Bélgica, Suecia… dentro de una generación tendrán minorías islámicas del 20-30%».