Jorge Soley | 10 de septiembre de 2021
Las ideas tienen consecuencias y sostener que el valor de la vida de un animal es igual a la de un ser humano es desolador y muy peligroso.
No hay duda de que un tema está de actualidad cuando uno no para de toparse con él. Es lo que me viene ocurriendo desde hace días con la cuestión del modo en que deberíamos tratar a los animales.
El asunto lo aborda Enrique García-Máiquez con su maestría habitual, esa mezcla de bonhomía, fina ironía y sólidos principios que le hacen tan atractivo, en una columna titulada Perros en jaulas. Allí parte de la polémica suscitada por las acusaciones, luego desmentidas, de que el ejército estadounidense, en su precipitada huida de Afganistán, habría dejado abandonados en un hangar a algunos de sus perros, «en sus jaulas, sin agua y en manos de los talibanes, que no son reputados por su afición a los perros». Confieso que lo desconozco todo acerca de los gustos talibanes por los perros, pero tengo muy claro que la sola idea de abandonar a estos animales y en estas condiciones es algo reprobable.
Enrique, que siempre saca punta a lo cotidiano, se pregunta por los motivos de la reacción indignada de la opinión pública ante la noticia de este supuesto abandono y adelanta dos explicaciones. Por un lado la capacidad única del hombre que «por su alma y por su inteligencia, tiene el poder de dotar de sentido el sufrimiento y el dolor, mientras que los animales quedan inermes». Por otro, «una reserva de caballerosidad quijotesca que nos queda. Sentimos la obligación moral de proteger a los indefensos y desvalidos».
Singularidad y caballerosidad del ser humano, dos atributos sobre los que erigir toda una vida buena. Ya casi me había convencido Enrique, ya dejaba volar mis ensoñaciones sobre una humanidad caballeresca, defensora siempre del desvalido, cuando su conclusión me devolvió a la realidad. Acababa el artículo afirmando que «la indignación viral por el abandono del ejército americano de sus perros es muy natural. Porque no se compara con ninguna situación de nadie, sino en su valor objetivo». Y al leerlo, lo siento, me chirriaron aquellas generosas suposiciones.
Y es que inmediatamente me vino a la cabeza el artículo que el último The Spectator llevaba a su portada la semana pasada. Allí William Moore se hacía eco de un caso muy similar al recogido por Enrique García-Máiquez… pero con importantes diferencias. La opinión pública británica también se ha visto sacudida por un caso que combina animales y guerra de Afganistán: a Pen Farthing, un antiguo soldado inglés establecido en Kabul, se le ofreció la evacuación aérea rumbo a Gran Bretaña, pero respondió que no lo haría sin los perros y gatos acogidos en un «santuario» para animales abandonados que gestionaba en la capital afgana. Tras las presiones de una opinión pública muy conmovida por esos pobres animalitos, Boris Johnson, con su fino olfato político, dio la luz verde a la «Operación Arca». Poco después despegaba un avión con Farthing y sus desvalidos animales… mientras que los afganos que trabajaban con él se quedaban en Kabul esperando la visita de los nuevos amos talibanes, que si no destacan por sus simpatías hacia las mascotas, menos aún hacia quienes las cuidan.
Uno de los promotores de la «Operación Arca» llegaba a confesar ante las cámaras de televisión, en un arrebato de sinceridad, que si había que elegir, prefería salvar a los animales antes que a sus cuidadores. Es lo que denunciaba Moore en su artículo: rescatar animales al precio de dejar abandonados a seres humanos no es un signo de salud moral, sino más bien de colapso moral. El argumento de Enrique se fundaba en que «no se compara con ninguna situación de nadie, sino en su valor objetivo», pero en este caso sí hay comparación, y puestos a elegir entre salvar la vida de unos animales o de unas personas, la masa debidamente estimulada en su emotividad, elige las mascotas.
Nos podemos quedar en el veganismo, que parece inocuo y muy cool, pero cuando se sitúan en el mismo plano metafísico a los seres humanos y a los animales se está abriendo la puerta a todo tipo de delirios
En realidad no es ninguna sorpresa. El mismo Moore citaba una encuesta en Inglaterra en la que el 40% dice creer que una vida animal vale tanto como una humana (una creencia más prevalente a medida que disminuye la edad), y uno de cada diez entre los más jóvenes considera ya que la vida de un animal tiene más valor que la de un ser humano. Es lo que afirmó el príncipe Harry cuando dijo que «todo en el mundo es bueno excepto nosotros los humanos» (empezando por él, imagino).
Acertaba Richard Weaver con aquel título lapidario: Las ideas tienen consecuencias. En su libro Antiespecista, la periodista francesa Ariane Nicolas recorre ese universo delirante del animalismo y el antiespecismo, empezando en Peter Singer y acabando en personajes francamente estrafalarios (pero cuyas ideas no difieren sustancialmente de las del catedrático de bioética de Princeton). Es un viaje del que no sale indemne, pues incluso ella acaba comprando mercancía averiada. Mientras lo iba leyendo este verano, no podía evitar compartir con los que me rodeaban algunas de las rocambolescas ideas que defiende esta gente: desde los extincionistas que proponen llevar a sus últimas consecuencias aquello de que los animales deben de ser salvajes o no ser y exterminar a todas aquellas especies que han tenido contacto con el hombre hasta quienes proponen que los animales se hagan vegetarianos, pasando por quienes sostienen que, y es textual, créanme, «la respiración es ya una primera forma de canibalismo», en relación a los microorganismos cuya vida tiene el mismo valor que la nuestra y que devoramos continuamente sin darnos cuenta. Las caras de estupor y los reproches por leer «esas cosas de locos» acompañaron toda mi lectura, pero a veces vale la pena conocer a fondo hasta donde llega un principio abandonado al despliegue de su propia lógica. Nos podemos quedar en el veganismo, que parece inocuo y muy cool, pero cuando se sitúan en el mismo plano metafísico a los seres humanos y a los animales se está abriendo la puerta a todo tipo de delirios.
Insisto: en último término las ideas tienen consecuencias, y sostener que el valor de la vida de un animal es igual a la de un ser humano (o incluso mayor, pues al fin y al cabo los animales no han provocado el cambio climático y, para la generación Disney, son incapaces de maldad) es desolador y muy peligroso. Me encantaría que en estas cuestiones las reacciones emotivistas de las masas vinieran dictadas por aquel redescubrimiento de la caballerosidad y de nuestros deberes hacia los más débiles que sugería Enrique, pero me temo que, aunque esa actitud pueda existir en algunos, es la acelerada erosión del valor que le damos a la dignidad única de cada ser humano la que marca el modo en que reaccionamos ante disyuntivas como las que plantea la salida por piernas de Afganistán.
A la vista de corrientes como el animalismo, parece que la pirámide de valores se ha invertido. Los defensores de esta moda equiparan en derechos a los animales con el ser humano. Ningún otro «ismo» puede ocupar el lugar reservado al humanismo.
La retirada de Afganistán tiene un significado que va mucho más allá de la coyuntura geopolítica particular. El idiota es como un niño, el imbécil es un intelectual. Uno sale de sí mismo a través de su propio sacrificio, el otro implosiona reduciendo el mundo a su propia estupidez.