Jaime García-Máiquez | 10 de septiembre de 2021
«Si los españoles somos “hijos de algo” -leemos en La España imaginaria– es gracias a Cervantes y Velázquez». Es cierto. Pero también gracias a Goya y a Gaya, a Bécquer y Juan Ramón, a Menéndez Pelayo y, digámoslo ya abiertamente, a escritores del genio, coherencia e integridad moral de Aquilino Duque.
Poco antes de salir definitivamente de vacaciones, cogí al azar un libro de la estantería, para llenar esos cinco o seis minutos vacíos que un padre de familia numerosa tiene cada cuarto de hora, y leí lo primero que me encontré: Realidades, un poema de Aquilino Duque (Sevilla, 1931), que no recordaba en absoluto pero que pertenece a un libro que me había leído, Entreluces (Ed. Renacimiento, Sevilla 2009).
Al no recordarlo, pensé que sería uno de esos artefactos «bien embotellados» que todos metemos entre poesías de más hondura e intimidad. Lo empecé a leer de pie, apoyado en la pared, con una pierna cruzada elegantemente sobre la otra, como esperando algo en una esquina de la calle de la luna. «No es posible que todo salga bien./ La vida es lucha y el pasado un cuento/ contado por un tonto./ Uno acierta una vez de cada cien.» Oh -me dije- esto es buenísimo. Y busqué la cueva de un rincón casero donde seguir leyendo con tranquilidad. Al principio me trajo a la memoria aquel poemilla que Jaime Gil de Biedma prefería de entre todos los suyos, y que acaso sea lo mejor que escribió nunca, No volveré a ser joven, ajuste de cuentas con la vida de ingenuidad adolescente y tono bécqueriano.
Pero frente al desahogo sentimental de Biedma («Dejar huella quería/ y marcharme entre aplausos (…)/ Pero ha pasado el tiempo/ y la verdad desagradable asoma»), el poema de Duque se abre a realidades humanas y sociales más amplias: «La gente es lo que es; no nos hagamos/ con ella muchas ilusiones,/ que para llamar jefes a los amos/ se han inventado las revoluciones». Estos pocos versos de aire cervantino condensan la sabia esencia irónica de varios tomos de sus ensayos.
Y más cervantino si cabe es el final: «¿La fe? Sí, por supuesto. / Y la esperanza. Y el amor./ Y andar por estos mundos con lo puesto,/ y ser buen perdedor». Solo El caballero de la mano en el pecho de Dominico Greco podía haber contestado con la misma indubitable rotundidad ese «Sí, por supuesto». Frente a esta sabiduría, resignada y noble, el poema de Biedma no resulta más que una gentil vacuidad de espiritualidad profundamente fútil.
Que mi ciega mano escogiera al azar ese libro fue como un regalo de los reyes magos. Aquilino Duque nació precisamente el 6 de enero de hace noventa años en la ciudad de Sevilla, por lo que no podía ser más oportuno reflexionar sobre las entreluces de su obra entera. Licenciado en Derecho por la Universidad de Sevilla, pronto amplió estudios en el Trinity Hall de la Universidad de Cambridge y en la Southern Methodist University de Dallas.
«Su prodigiosa y calidoscópica labor literaria», en palabras de José Luis García Martín, lo convierten en un novelista desternillante, un ensayista afilado como una daga de cinquedea, un traductor sensible, un inoportuno periodista con comentarios sobre la actualidad que siempre están por encima de la actualidad, y un poeta fino como un vino frío de Jerez de la Frontera. Si José Julio Cabanillas definió su obra narrativa (Agencia EFE, 2013) animada «por el afán de contar», bien podría definirse la ensayística como espoleada por el «que no te lo cuenten».
Pertenece a la Generación del 50. Impresiona comprobar, por cierto, la de premios Príncipe de Asturias de las Letras o Premios Cervantes que se han repartido entre los miembros de su Generación: Caballero Bonald, Claudio Rodríguez, Francisco Umbral, Carmen Martín Gaite, Ana María Matute, Francisco Nieva, Marsé, Goytisolo, Brines, Valente, Gamoneda… Y cito los que me sé de memoria. ¿Cómo es posible que siendo Duque más brillante, más divertido, más culto y sabio, mejor escritor y más alto poeta que la mayoría de ellos no haya ganado ninguno?
De esto trataba en parte un artículo titulado ¿Es excéntrico Aquilino Duque? (…), de Cesar Romero publicado hace meses en la Tribuna, en que se argumentaba que su «imagen pública es la de un escritor al margen, díscolo (…). Bien mirado, es un escritor excéntrico sólo por estar en la periferia de la intelectualidad española, lejos de quieres administran canonjías y otorgan escrituras de posteridad (…) Con su carácter polemista y su políglota cultura ha escrito espléndidos ensayos, con hondura», y se nota que escribe su poesía «para sí mismo, despreocupado (…), contenido y a la vez extrañamente explícito. Quien ha escrito versos como “Reloj de arena, tu cuerpo./ Te estrecharé la cintura/para que no pase el tiempo” sabe que algunos de sus poemas están más allá del tiempo que caduca.» José Luis García Martín definía «esta poesía, a la vez muy local y muy universal, cantarina y sentenciosa, con mucho empaque retórico y con la desnudez del cante jondo».
Aquilino Duque, jondo y hondo, «es absolutamente poeta cuando escribe poesía, narrador puro en sus novelas, ensayista total en sus ensayos, periodista de raza en sus crónicas –puntualizaba el gran escritor García-Máiquez (es decir, Enrique) en el Prólogo a Los Agujeros Negros (1978) en su edición de 2009- Y quien quiera conocerle tiene que leerle en todos sus géneros».
«Soy ante todo un poeta lírico -se autorretrataba en El cansancio de ser libres (1992)-, y poeta significa vate». Está bien, y si vate es un sustantivo masculino que significa «poeta», no podemos olvidar en su caso que vate (del latín Vates) era en la antigua Roma el augur que residía en la Vaticiniis ferendis, colina de los vates, donde se hacían los vaticinios: «Los poetas -le escribía Alberti a Duque a finales de febrero de 1954 (Cartas a un joven poeta, 2016)- son los que siempre ven más claro». Y esos vaticinios no los ha dejado de hacer desde La idiotez de la inteligencia (1982) o La España Imaginaria (1984) hasta La era Argentina (2013) o Memoria, Ficción y Poesía (2018). En el prólogo de Cónicas extravagantes (1996), Jiménez Lozano lo subrayaba afirmando que «el tiempo transcurrido ha confirmado hasta sus aprensiones, y [por tanto] la importancia y pertinencia que su discurso tiene».
Pienso que nadie ha visto antes y «más claro» (por citar las palabras de Alberti) la traición de la izquierda al que podríamos llamar «espíritu de reconciliación nacional de la Transición». Reconocerlo –reconocérselo- será tarea de la futura Memoria Democrática, sin algún día ésta se adentra en el campo de la verdad histórica.
«Yo tengo, como puede verse, de la política y de la historia una noción deportiva y caballeresca, de libros de caballería, quijotesca en suma», decía en el impresionante artículo Mi 18 de julio; ese día «España vivió una fecha heroica, pero también trágica. Y esa doble dimensión de aquel día de julio y de los mil días que lo siguieron nos ha marcado a muchos españoles, y en algunos casos entre los que me cuento ha sido y es eje de una conducta y pauta de una obra».
En los días en lo que se hablaba de una revolución pendiente, yo tenía pendiente una revolución particular, y esa revolución mía era si se quiere un tópico, el de la reconciliación nacional, tópico equívoco que me llevó en un cierto punto a alinearme en espíritu con los vencidos. Pronto me di cuenta, sin embargo, que para que yo me alineara en espíritu con los vencidos, los vencidos debían estar dispuesto a alinearse en espíritu con los vencedores, y solo así habría reconciliación (…) Yo no pretendo que el otro renuncie a lo que es, pero tampoco consiento que el otro me obligue a mí a renunciar a lo que soy, y la reconciliación consiste en que nos entendamos y nos comprendamos sin dejar de ser lo que somos».
Aquilino Duque. Mi 18 de julio (ABC. Sevilla, 1975) y posteriormente en El rey mago y su elefante (Pre-textos, 1993).
¿Qué político, qué militar, qué hombre público, qué otro escritor en la España de la segunda mitad del siglo XX podía haber firmado estas palabras, llenas de sensatez y respeto, y también de esperanza? Muy pocos, y entre ellos ninguno con su talento literario. Con razón Juan Lamillar piensa que «por el meritorio empeño de defender unas ideas ha tenido que renunciar al papel central que por su obra literaria le corresponde» (Prólogo de La palabra secreta. Ed. Renacimiento, 2018). Por eso la condena al ostracismo de un ejemplo vivo, como es él, de respeto al hermano que piensa diferente (y opuesto) es la descarnada encarnación de un Duelo a garrotazos goyesco que los españoles parece que tenemos, atizados por medios de comunicación y políticos, que seguir manteniendo por los siglos de los siglos… Y esto no puede ser.
«Vivimos en el imperio de la mentira, en la que el presente manipula el pasado a su antojo» (La era Argentina, 2013), «tiempos de olvidos interesados, y lo menos que podemos hacer es evocar lo que hemos vivido en primera persona» (La invención de la pólvora, 2014). Por eso se le ha pedido al escritor en tantas ocasiones que escriba sus memorias que –más allá de los libros propios de memorias que acabó publicando- es algo que como él mismo confiesa «No creo que haya hecho otra cosa desde que escribo, no solo en prosa sino en verso». De ahí que el conjunto de su obra sea una biografía, emocionante y trágica como la historia de España en el siglo XX, llena de un humor andaluz («El humor es el gran conservante de la literatura», aclaraba en el Prólogo de Los consulados del más allá, 1966), de una cultura apabullante, para unos odiosa y para otros envidiable, y de una sensibilidad política que no es otra cosa que patriotismo, en el sentido más cervantino (y quevedesco a veces) de la palabra.
Cuando pienso en la figura y la obra de Aquilino Duque y en su «andar por estos mundos con lo puesto», que es el final del poema Realidades con el que empezó todo esto, me viene a la memoria la reflexión de Menéndez Pelayo sobre la decadencia española del siglo de Oro: «Fuimos, a la postre, vencidos en la liza, porque estábamos solos; pero hicimos bien, y eso basta, que las grandes empresas históricas no se juzgan por el éxito… Nos habíamos desangrado por la religión, por la cultura y por la patria. No debíamos ni debemos arrepentirnos de lo hecho» (La ciencia española, 1887).
«Si los españoles somos “hijos de algo” -leemos en La España imaginaria (1984)- es gracias a Cervantes y Velázquez». Es cierto. Pero también gracias a Goya y a Gaya, a Bécquer y Juan Ramón, a Menéndez Pelayo y, digámoslo ya abiertamente, a escritores del genio, coherencia e integridad moral de Aquilino Duque. Para los que llevamos a gala nuestro pasado ésta es la aristocracia que nos ennoblece, a la que queremos pertenecer, la que llevamos en las venas por transfusión de sangre. «Nos habíamos desangrado»… «Estábamos solos»… «Fuimos vencidos en la liza», «pero hicimos bien, y eso [querido Aquilino] basta».
Los cien años de Ramón Carande son años en los que pasaron muchas cosas en España y en el mundo, y es mucho el partido que de ello puede sacar un investigador o un memorialista que, además, tenga buena pluma.
La pazada por la izquierda en España y los intentos fallidos de Constitución Europea se orientaban a la creación de un mundo feliz dejado de la mano de Dios.