Mariona Gúmpert | 27 de septiembre de 2021
Las formas son imprescindibles. Pero no olvidemos que lo son, no como un fin en sí mismo, sino para servir al fin último: dejar que Cristo penetre cada vez más en nuestro corazón.
No hay expresión que me desconcierte más que la manida «no me puedo creer que esté ocurriendo esto en pleno siglo XXI». En primer lugar, por su inexactitud. No estamos en la plenitud de este siglo. Vivimos su infancia y pre-adolescencia, a lo sumo.
Más allá de esta pedantería disfrazada de afán de exactitud, no comprendo esa relación que se establece entre la «línea temporal» y una supuesta progresión o involución moral. Este enfoque sólo es válido para individuos en particular, por aquello de que sabe más el diablo por viejo que por diablo. Pero justamente este proverbio apunta a lo equivocado del planteamiento: el diablo sabe más, pero no por ello es menos malvado.
Esa fe en el progreso (¿progreso hacia dónde exactamente?) no es una ocurrencia actual, es herencia del movimiento ilustrado. Por analogía con el constante avance de las ciencias naturales, creemos que las ideas filosóficas, morales, etc. llevan necesariamente a lo mismo, a un constante perfeccionamiento no se sabe muy bien en qué sentido. El error de no plantearse previamente un punto de llegada o un objetivo es lo que tiene. Y sí, las ideas se pueden desarrollar de mil formas, pero esto no implica que sean mejores. El mejor ejemplo lo tenemos en el deterioro del pensamiento y la ética que experimenta la sociedad occidental de un tiempo a esta parte.
No somos puramente espirituales, gracias a Dios y nunca mejor dicho. Precisamente por ello necesitamos de lo formal y lo externo, porque repercute en el interior del alma de cada uno
Me gustaría centrarme ahora en la parte más prosaica del asunto, en cómo estas ideas de fondo se manifiestan en los aspectos más superficiales que solemos pasar por alto. Empecemos por los «progresistas». Cree uno ser la novedad, el liberado de sus ataduras, el superhombre que se sobrepone a los condicionamientos de la sociedad y la naturaleza… Por desgracia, estas personas quieren, desean, necesitan mostrarlo a través de su indumentaria y dando la brasa constantemente con afán proselitista con las mismas ideas que repiten a lo ancho del globo millones de personas como él. Misma forma de vestir, mismos slogans, idéntica ignorancia respecto del origen de sus «ideas y convicciones propias». Por supuesto, ni ápice de ganas de conocerlas, menos aún ponerlas en duda.
Pero esto ya lo sabemos todos, ¿verdad? Lo difícil es ponernos ante este fenómeno como si fuera un espejo, y admitir que podemos ser los mismos perros, con distintos collares. Un ejemplo sencillo, ahora que ya ha pasado la época, es el de las personas que se creen miembros de un selecto club, el de «las camisas, en verano, jamás pueden ser cortas. Largas, y arremangadas». Quien se burla de los «camisas de manga corta» parece creerse depositario de uno de los secretos ancestrales de la elegancia.
Lo de ancestral no lo acabo de captar, porque recuerdo a mis abuelos y, en general, a la generación nacida antes de los años 50, y me pregunto qué pensarían de estos muchachos. «¿Por qué no usan chaqueta? ¿Dónde están su pañuelo y su sombrero? ¡Dios mío! ¿Qué hacen enseñando sus pantorillas?» Críticas similares sobre ellos mismos verterían los nacidos a finales de siglo XIX.
Esta reflexión sobre la indumentaria es, ciertamente, banal. Lo relevante es cómo ésta fijación por las formas se traslada a ámbitos importantes. Intuyo, espero equivocarme, que algunos católicos acaban cayendo inconscientemente en este tipo de trampas. Ni siquiera me refiero a la cansina polémica sobre cómo debe ser la liturgia. Pienso más bien en esa extraña asociación entre lo civilizado y espiritual con ciertas formas de vestir, decorar la casa o el tipo de libros que se leen.
No somos puramente espirituales, gracias a Dios y nunca mejor dicho. Precisamente por ello necesitamos de lo formal y lo externo, porque repercute en el interior del alma de cada uno: arrodillarse es necesario, como signo de sujeción y reconocimiento ante el Único que lo merece. Ahora bien, en Japón no se arrodillan ante Dios. Permanecen ante Él de pie, pero inclinando al máximo la parte superior del cuerpo que indica la mayor reverencia que se le puede mostrar a alguien.
Las formas son imprescindibles. Pero no olvidemos que lo son, no como un fin en sí mismo, sino para servir al fin último: dejar que Cristo penetre cada vez más en nuestro corazón. Poco a poco. La señal infalible de que esto empieza a suceder es la humildad. La que te recuerda que polvo somos, y cuando volvamos a serlo las formas importarán más bien poco. Si me lo recuerdan ustedes con cierta frecuencia se lo agradeceré profundamente. Porque, ya saben: consejos vendo, que para mí no tengo.
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El pensamiento cristiano, también el político, se equivoca si plantea primero sus inquietudes y propuestas para después intentar forzar la fe a avenirse a tales ideas con exégesis petulantes.