José María Contreras Espuny | 26 de septiembre de 2021
Sonríe e informa sobre el chapoteo desesperado y sudoroso del antepenúltimo oso polar. Sonríe y dice que el calor, el frío o lo que quiera que haga hoy es un signo inequívoco de que vamos a morir todos. Es el enigma Mario Picazo: nadie hay más radiante ni más funesto que él.
Jaimito, al enterarse en el colegio de que la hiena vive en un lugar remoto, se alimenta de carne podrida y usa el matrimonio una vez al año, mostró su perplejidad: lo que no sé entonces, señorita, es de qué coñ… se ríe. A mí me pasa igual con Mario Picazo. Desconozco su hábitat, dieta y costumbres maritales, pero sí sé que es un hombre risueño como pocos y que su trabajo es pregonar el fin del mundo en eltiempo.es.
Publica artículos sobre el cambio climático, y bajo el título apocalíptico de rigor, figura su foto: un hombre de mediana edad, de hermosos ojos claros y con las arrugas de quien lleva años sonriendo sin medida. Es el rostro que esperaríamos, por ejemplo, en un maestro de escuela entregado, vocacional, uno de esos que reciben premios y salen por la tele diciendo conmovedoras estupideces. O el rostro de un cura posconciliar y misericordioso, de los que conectan con la juventud, meten morcillas en misa y, por supuesto, van de paisano, tan de paisano que a menudo se les confunden con laureados maestros de primaria.
Mario Picazo sonríe y, por ir a lo más reciente, escribe sobre los incendios de sexta generación: pirocúmulos que se convierten en pirocumunolimbos que provocan lo que ya imaginarán ustedes. Al menos hasta el verano próximo, el último grito en devastación. Mario Picazo sonríe e informa sobre el chapoteo desesperado y sudoroso del antepenúltimo oso polar. Mario Picazo sonríe y dice que el calor, el frío o lo que quiera que haga hoy es un signo inequívoco de que vamos a morir todos a manos de una naturaleza encolerizada. Es el enigma Mario Picazo: nadie hay más radiante ni más funesto que él.
Y esa contradicción me fastidia y me quita horas de sueño. Claro que podría no consultar eltiempo.es, pero igual me enteraría porque la página de José Antonio Maldonado es el oráculo de estas tierras resecas. Falla, es cierto; y es que la climatología es hipermétrope, así que le resulta más fácil pronosticar los próximos 24 años que las próximas 24 horas. Tampoco hay mucha opción: o Maldonado o las cabañuelas. Y algo habrá que consultar porque aquí se vive del campo. Aunque si hemos de fiarnos del profeta sonriente, lo mejor sería dejar que los olivos se agosten y empezar a consultar manuales sobre el cultivo del dátil y la crianza del camello.
En cualquier caso, no tengo olivos y, por consiguiente, tampoco razones para instruirme en dátiles y camellos. Es más, como mi trabajo no está atado a la tierra, llevo un tiempo pensado en hacer las maletas y convertirme en la rata más lista del barco. Afincarme en el Norte para que mis hijos tengan el futuro asegurado y puedan crecer en algún lugar triste y lluvioso. Y cuando llegue el mes de julio del año que viene, es decir, el mes más caluroso de la historia, abotonarme la rebeca, mirar hacia abajo y pensar que mis paisanos se achicharran por no haber cogido de Mario Picazo sino lo más superficial: su engañosa sonrisa.
Sin embargo, aunque me decidiera y pusiera rumbo norte, aún seguiría el futuro de mis cachorros lleno de malos augurios en casi todos los sentidos. Por ejemplo, salvo sorpresa o matrimonio favorable, tendrán que abandonar la clase media –si es que se están criando en ella, que lo dudo–. También, dicen los expertos, sus trabajos serán inéditos e inimaginables a día de hoy, pero con seguridad volátiles. Y eso en el caso de que tengan trabajo y no hayan puesto un robot en su lugar. Y eso si ellos mismos no se han convertido en medio-robot y, en honor a la hibridez, se arrejuntan con otros medio-humanos para darme nietos enchufables. Y eso en el caso de aún haya gestaciones a la vieja usanza, pues muchos afirman que la gente será cultivada en invernaderos, como los fresones, y que luego se criarán como huérfanos en alguna institución regida por pedagogos e informáticos; o que incluso no habrá que sumar nuevas vidas porque nadie morirá en cuanto los elfos de Silicon Valley negocien ciertos detallitos del contrato que Mefistófeles les tiende.
Pero más allá de todo lo anterior, que llegará o no llegará, lo que sí parece seguro es que mis hijos estarán más solos; también más conectados. Y para obtener esa conectividad habrán vendido su libertad de buena gana, porque ¿acaso existe eso que nuestros antepasados llamaban «libertad»? Y de existir, ¿quién la querría? La habrán vendido, como Esaú su primogenitura, por un plato de lentejas; en este caso lentejas virtuales, las primeras lentejas –prodigios del progreso– que nunca se repiten. Y a cada minuto ratificarán el trato con gestos en apariencia intrascendentes, automatizados; gestos que les irán hundiendo en una nada insondable, brillante, interactiva y llena hasta rebosar de todo lo que se te pase por la mente. Se parecerá a la riqueza y será todo lo contrario.
Hay que reconocer que cabe imaginar, también recordar, tiempos peores. Además puede que, al final y después de tanto lloriqueo, no sea para tanto…
Y como mis hijos serán menos libres, tendrán más miedo. Afuera, el mundo será aún más peligroso y aún más frágil, lo sea o no. Y pese a que la sociedad se habrán extinguido hace tiempo, les pedirán, precisamente como sociedad, continuos esfuerzos con el fin de construir no sé qué pirámides para congratularse con no sé qué dioses. Serán esclavos concienciados, motivados, tal vez sonrientes a lo Mario Picazo. Serán como aquellos israelitas que miraron con pereza el desierto y se quedaron donde el faraón. En definitiva, irán a la República Popular China y se sentirán como en casa.
También es seguro que no existirá la civilización occidental; al fin y al cabo nosotros –habrán notado la fetidez– caminamos sobre su cadáver. Y aquí cabría preguntarse si el cristianismo, que está en su base, podrá sobrevivir después de ella. Yo pienso… Miento: yo creo que sí, que lo hará. Pero la gente no comparte mi creencia y sostiene que mis hijos hablarán de Cristo como nosotros hablamos de Apolo. Un Cristo estudiado, filológico, muerto por segunda vez. En la actualidad, como se considera aún una religión viva y, por tanto, amenazante, la quieren echar de los colegios. Sin embargo, si llegara el día de su defunción, volverá a las aulas como la primorosa y bella superstición de sus padres; aunque para la mayoría de los compañeros de mis hijos será la superstición de sus abuelos.
Y este es, según veo y según leo, el panorama. No parece muy halagüeño; tanto es así que muchos hacen la de los testigos de Jehová y rehúsan echar niños a un mundo que declina. Sería, a sus ojos, una dolorosa antítesis: un pequeño y condenado brote en un árbol podrido. Y puede que tengan razón. No obstante, hay que reconocer que cabe imaginar, también recordar, tiempos peores. Además puede que, al final y después de tanto lloriqueo, no sea para tanto… O quizá sí, quizá sea incluso peor. Qué más da. El niño es el niño y el mundo es el mundo, y con esto quiero decir que el niño viene antes de las circunstancias; de hecho, si no hay niños, tampoco habrá circunstancias. Por tanto, más vale vivir en una época con mala pinta que no haber nacido. Así que nada, hijos míos, suerte y que Dios –dicen que moribundo– os proteja.
La joven activista de 16 años que lucha contra el cambio climático padece angustia, una patología en crecimiento.
Llevo un tiempo en que temo cruzarme con alguien y que por educación me pregunte cómo estoy.