Guillermo Garabito | 23 de septiembre de 2021
Cobrar pensión es un lujo al que no llegaremos. Que el Estado te ingrese dinero al final del mes por los años trabajados será una figura mitológica que algún folklorista jurará que en verdad existió.
Me doy caprichos de jubilado porque sé que nunca llegaré a cobrar pensión. El lunes, por ejemplo, desayuné en la calle Serrano junto a un tipo con sombrero que parecía tener un condado aparcado en algún lugar mientras pasa las mañanas ocioso leyendo el Expansión. Bajaba la calle un limpiabotas, oficio que creía extinto como tantos otros, pero resulta que todavía existe precisamente porque ya hay alguien que sabe que no cobrará pensión. «Buenos días, ¿le limpio los botines, don Juan?» A lo que el hombre –que supongo que tenía título nobiliario por algún lado– contestó que seguían limpios del sábado. «¡Mañana, seguro!», concluyó mientras le daba una moneda de no sé cuánto con cadencia amable. Yo me limpié los zapatos porque he decidido darme caprichos de jubilado. Pequeños placeres que ya nunca podrán ser.
El lunes me peiné los zapatos mientras tomaba café, hoy me paro en un banco con la tranquilidad del que sabe que tiene toda la mañana para él –aunque sólo sean cinco minutos y después me toque apretar el paso para recuperar el tiempo perdido–. Mañana les diré a unos críos lo barata que estaba la vida cuando era pequeño, aunque todo se vendía en euros. El sábado me levantaré prontísimo, a las siete y media o así, que es otra cosa muy de jubilado: madrugar como si se estuviese en mitad de unas maniobras militares aunque no haya nada que hacer. Y el domingo repetiré varias veces que «esto se acaba» al que esté en casa como lo hacía mi abuelo desde que tengo memoria.
Esto se acaba, lo de cobrar pensión digo, porque el sistema está quebrado y ningún gobierno hablará claro hasta que no haya vuelta atrás. Y entonces, en esa Españita, ya nadie dará de comer a los patos, servicio comunitario de jubilado, no habrá billetes pequeños para consentir a los nietos, ni tiempo para irlos a recoger al colegio porque los abuelos estaremos trabajando igual que los padres. Cobrar pensión es un lujo al que no llegaremos. Que el Estado te ingrese dinero al final del mes por los años trabajados será una figura mitológica que algún folklorista jurará que en verdad existió.
Mi ideal siempre ha sido ser abuelo joven, a una edad donde todavía las fuerzas no me fallen para malcriar a mis nietos –porque para criarlos están los padres–, pero desde que lo he pensado a fondo he decidido empezar a disfrutar la jubilación que no cobraré. Me he adelantado treinta y tantos años así que escribo mucho, mucho más que hasta ahora, todo lo que pensaba escribir cuando fuese mayor. He cambiado el plan no para engrosar la cuenta del banco, sino por si a los abuelos que seremos no les quedan monedas sueltas para comprar el periódico. Por si cuando llegue el día no quedan quioscos y la gente vuelve a casa los domingos con un iPad y un humus a falta de pan.
He escogido un banco en multipropiedad en el Campo Grande el otro día, he plantado unos tomates que todavía no han madurado y miro todas las obras por las que paso con fruición. El vermú ya lo tomaba de antes, así que ahora tomo dos. Y este verano compré un churro de esos de la piscina para hacer aquagym, aunque nunca ha sido mi plan ideal llegado a los setenta. Lo hice sobre todo por solidarizarme con los que aún no se han enterado de que cuando se jubilen en unos años ya no podrán pasar el otoño en un viaje del Imserso haciendo aquagym en Benidorm.
El sistema está condenado a aplicar recortes, y, cuanto antes se reconozca esta realidad, más tiempo tendrán los trabajadores para planificar convenientemente su futura jubilación.
El marketing consiste en no tener vergüenza y de eso hace tiempo que el Gobierno no sabe nada. Se encarga de ponerlo todo bonito: los datos del paro, de muertos, de personas evacuadas de sus casas porque han quedado sepultadas bajo toneladas de lava…