Íñigo Petit Zarzalejos | 18 de abril de 2017
“¿Y si Madrid se convierte en la nueva city financiera del mundo?” No pude evitar pensar automáticamente en las sicav (Sociedades de Inversión de Capital Variable) y su desaparición en comunidades como País Vasco o Navarra. Llámenme pesimista.
Puede que la oportunidad no sea tanto convertirnos en la city financiera de Europa, sino hacer de Madrid en las próximas décadas un centro de negocios, no solo financiero, de relevancia global
Desde que se anunció la victoria del Brexit en el referéndum celebrado el año pasado, las especulaciones sobre las consecuencias del mismo han sido una constante en telediarios, periódicos y redes sociales. Y es posible, como muchos piensan, que los turistas británicos vengan en menor medida por culpa de la apreciación de la libra frente a la moneda única, una consecuencia probable, pero no indefinida.
Londres se consolidó como city financiera hace décadas, gracias a una legislación favorable y ágil para el desarrollo de todo tipo de proyectos, no todos necesariamente financieros, siendo una estación de acogida de profesionales de todo el mundo. Y las cifras asustan. No hay lugar en el mundo en el que se produzcan más transacciones, ni siquiera Wall Street, que no llega ni a la mitad. Con razón, emplean a más de 400.000 personas (según City Of London Corporation). Y aunque múltiples índices y estudios han otorgado siempre las primeras posiciones a la ciudad británica, las recientes incertidumbres sobre su salida de la Unión Europea o el referéndum escocés están haciéndose notar en la percepción de empresarios e inversores.
En todo este maremágnum de novedades, la capital de España ha intentado posicionarse como alternativa para las compañías que, entre otros aspectos, deseen mantener su sede continental dentro del territorio de la Unión Europea. Desde autobuses por la City a anuncios en prensa, incluso un grupo de trabajo en la CNMV que recientemente inició un roadshow por las principales entidades ubicadas en Reino Unido, todo vale con tal de atraer a los mejores inquilinos posibles. Entre los atractivos que hay sobre la mesa, una comunicación en inglés con el regulador es lo mínimo esperable para ser capital internacional de negocios, algo en lo que hay mucho que mejorar. Además, cierta seguridad jurídica y un trato algo favorable en la puesta en marcha de sus negocios aquí podrían formar parte del paquete de incentivos. Y no seré yo quien ponga en duda la calidad de nuestras infraestructuras o las condiciones de vida de nuestra capital (sanidad, meteorología, ocio, etc), seguramente de las mejores del mundo, pero no todo es la comodidad, no en el sector financiero.
Nuestras carencias tienen que ver con la legislación, tanto en su vertiente administrativa, donde la lenta burocracia lastra muchas operaciones, como en la cara fiscal, donde otros países –‘oasis fiscales’ en mitad del continente– disponen de una oferta mucho más atractiva y consolidada.
Además, no gozamos de toda la tranquilidad política deseable, especialmente en lo referente a Cataluña o a la regulación de los instrumentos financieros (en 2016, todas las sicav de Navarra, que eran pocas, se habían ido de la comunidad, como ya sucedió en el País Vasco hace años). Por otro lado, en términos comparativos, también pesa el hecho de que los grandes edificios y proyectos urbanísticos pensados para desarrollar una city en Madrid están aún por empezar, mientras que otros países ya disponen de grandes superficies y centros urbanos consolidados.
Nuestras opciones, creo, no son muchas, pero igualmente España puede salir muy beneficiada de esta situación si, además de atraer a alguna entidad, consigue, por un lado, mejorar su imagen y la de nuestro sector financiero en el mundo y, por otro, agilizar y mejorar la legislación que regula la actividad financiera. Puede que la oportunidad no sea tanto convertirnos en la city financiera de Europa sino hacer de Madrid en las próximas décadas un centro de negocios, no solo financiero, de relevancia global. No la desaprovechemos.
Decisiones como la subida del salario mínimo interprofesional o el fin del diésel han provocado un incremento de costes laborales, superior al 20%, que acaban pagando los más débiles.