José Francisco Serrano Oceja | 04 de marzo de 2017
Por cierto, no es solo el Príncipe, ahora también está la Princesa, Clarie Underwood (Robin Wright). Como diría el escritor W.H. Auden, “todas las palabras como paz y amor, el sano hablar afirmativo, se han ensuciado, han sido profanadas, se han convertido en un horrible chillido mecánico”. La serie de televisión es como el altar de una misa negra de la política en la posmodernidad, chillido televisivo. Con House of cards hemos entrado en las entrañas de la Casa Blanca o de la Moncloa. Bienvenidos a la espetacularización de lo real; bienvenidos a la banalización del mal en la política global.
¿Hasta qué punto la mediocridad del político puede ser tapada por su ambición, por las estrategias, por el lado oscuro de la intimidad?
El sacerdote de la nueva política se llama Frank Underwood, Kevin Spacey, protagonista e icono de la nueva política y de la serie House of Cards. Si bien es cierto que en el origen de “House of Cards” está la novela de Michael Dobbs, periodista y político conservador, asesor de Margaret Thatcher, y que la primera versión de la BBC de 1989 mantiene los efectos de la pureza guionística, ahora la versión de Netflix –ese gran algoritmo del deseo– se ha convertido en un tornado que todo lo fagocita. Las preguntas que aparecen en la pantalla son las mismas de siempre. ¿Hay límites en el poder, en la ambición? ¿Hasta qué punto la mediocridad del político puede ser tapada por su ambición, por las estrategias, por el lado oscuro de la intimidad?
Frank Underwood, que comenzó su carrera como congresista del partido demócrata, es un ser sin límites, la representación del cinismo, un nuevo antihéroe que se ha convertido en un héroe, un mentiroso patológico que se ha vuelto normal. ¿Tragedia o drama? ¿Es la política contemporánea una tragedia o un drama? Por cierto, el antihéroe solo es superado por… la antiheroína, su adorada esposa, una “sofrosine” de ida y vuelta, una Antígona de todo a cien.
A Frank Underwood no se le han escapado las similitudes entre lo que él protagoniza y las elecciones americanas, incluso lo que está pasando en España. Porque la política de las series de ficción, –esa nueva forma de la novelística contemporánea–, se ha empeñado en mantener, a través de las redes sociales –Twitter–, el fuego encendido. Es más, están empecinados en traspasar los límites de la ficción a la realidad o de la realidad a la ficción. Como aquello que decimos en periodismo: “No permitas que la realidad te estropee un buen titular».
La ficción ha dado el salto a la realidad y se han convertido en pareja de baile de una política posmoderna en la que no existen límites, fronteras, ni en el tiempo ni en el espacio
Fijémonos, por tanto, en uno de los últimos tuits de la cuenta de House of cards, dirigido a los políticos españoles: “Momentos así requieren que alguien actúe y haga lo desagradable, lo necesario. Si me necesitas, manda DM».
Volvamos a Frank y a su atractiva esposa Claire –prometo no hacer ningún spoiler–. Frank consigue que el mal se vuelva empático, que el mal, a medio camino entre lo absoluto y lo relativo, se convierta en atractivo. ¿Es esto efecto solo de la espectaularización? ¿Dónde queda el debate moral entre los medios y los fines? ¿Y la conciencia? ¿Es la mentira el principal recurso del político, del gobernante, del dirigente? La llave de la nueva política no es cómo resolver el dilema moral. Porque los dilemas se disuelven en la amoralidad. El dogma de los guionistas, “Show, don´t tell”, que retuerce la relación clásica entre verdad y verosimilitud –toma poética de Aristóteles–, nos presenta el ejemplo del político, del gobernante, que encarna la banalidad del mal. Imagen, mediación, encarnación.
Chicos, despertad. Existe el mal radical y lo vemos tranquilamente sentados delante de la pantalla
Quien mejor nos ayuda a entender al matrimonio de los Underwood de la ficción y de la realidad es, probablemente, Hannah Arendt. Cada vez que veo un capítulo de “House of cards” recuerdo el juicio a Eichmann. Y lo que dice Arendt: “Para ser libre en una época como la nuestra, uno tiene que ostentar una posición de autoridad. Solamente eso bastaría para volverme ambiciosa”. Tal es la fuerza que ejerce sobre nosotros la ambición, la tentación atávica del poder, una pulsión presente en todos los estratos de la vida que nos permite entender la conducta del congresista sin necesidad de ir más allá. Chicos, despertad. Existe el mal radical y lo vemos tranquilamente sentados delante de la pantalla. ¿Existe el bien radical?
Dicen que Donald Trump representa la espectacularización de la política y está poseído por el alma de Frank; y que Hillary Clinton jugó con los espíritus de Clarie Underwood, pero sin salir a correr todos los días, y sin tríos… Quizá porque la ficción ha dado el salto a la realidad y se han convertido en pareja de baile de una política posmoderna en la que no existen límites, fronteras, ni en el tiempo ni en el espacio.