José Francisco Forniés | 28 de abril de 2017
Con cierta frecuencia, leemos que restos de personas que llevan meses o años muertos son desenterrados para obtener su ADN, con el fin de confirmar o rechazar la paternidad reclamada por hijos no reconocidos en su momento, exigencia que les puede hacer recuperar apellidos, parte de su dignidad o una herencia que se les denegaba por parte de los parientes legítimos. Nunca entenderé cómo hay personas que no reconocen a sus hijos, me parecen gentuza. En otros casos, el desenterramiento se debe a dudas surgidas en torno al hecho de sus muertes, que pueden tener repercusiones de diversa intensidad en terceras personas.
Estas prácticas se van contagiando a otros sectores de la convivencia ciudadana, como lo demuestra el hecho de la comisión nombrada en el Congreso de los Diputados para tratar de analizar las causas de la desaparición o fallecimiento de numerosas cajas de ahorros. Si lo que buscan es el ADN de las mismas, que no se esfuercen, los genes que lo componían eran los invisibles ahorradores, gentes humildes en su mayoría que guardaban lo poco que tenían para asegurarse cierta tranquilidad si les venían mal dadas.
Esos genes no los han tenido en cuenta para nada quienes han manejado la mayor parte de las cajas en los últimos 42 años, así es que uno de los males intrínsecos que las han llevado a la ruina fue el olvido y el desprecio total de esos dirigentes hacia aquellos genes. Pero los desenterramientos de la cajas difuntas se han planteado para tratar de encontrar las causas de la muerte, ya que las que se barajaron no convencen a algunos.
En 1975 la cajas eran casi el 60% de nuestro sistema financiero, es decir, una fuerza económica de primerísimo nivel. Fue entonces cuando una buena cantidad de economistas y personas con otras titulaciones, listos todos, vieron que las cajas eran un pastel a repartir y empezaron a barajar la idea de privatizarlas. Pensaban que en realidad no tenían dueño y que era llegado el momento de apropiarse de las mismas. Mucho caimán, aun cuando aquel era un caudaloso río.
Empezaron por equipararlas operativamente a la Banca en 1977, con Fuentes Quintana a la cabeza, caballero andante elegido un par de años antes por la Confederación de cajas para protegerlas frente a lo que podía traer de nuevo el proceso iniciado hacia la democracia. Pero si esta equiparación, que era muy pequeña, satisfizo al sector, también en paralelo y de una manera más subrepticia, desde su entorno, los profesionales citados se aprestaron a desmontar parte del funcionamiento de las mismas, en una maniobra descalificadora de sus dirigentes, a los que había que enmendar la plana.
En 1986 ya era habitual el chorreo de abusos, préstamos a partidos políticos sin ninguna intención de devolverlos, créditos para obras e infraestructuras megalómanas de imposible rentabilidad, préstamos recomendados u obligados, adquisiciones ruinosas, sueldos in crescendo sin justificación…
La idea fue cuajando, lo que se tradujo en la integración de colectivos en sus consejos generales, donde se juntaron políticos de comunidades autónomas, ayuntamientos, representantes de las plantillas e impositores. Estos últimos, elegidos sin ningún criterio de solvencia para intervenir en el funcionamiento de una entidad financiera, en casos muy concretos fueron fagocitados por representantes de los sindicatos mayoritarios, lo que aún contribuyó más a esta ceremonia de la confusión en que entraron las Cajas y que quedó refrendada en la Ley Orgánica de las cajas de ahorro de 1986. Definitivamente no se privatizaron, pero se metieron en sus órganos de gobierno unos cuantos caballos de Troya.
En aquel año ya era habitual el chorreo de abusos, préstamos a partidos políticos sin ninguna intención de devolverlos, créditos para obras e infraestructuras megalómanas de imposible rentabilidad, sin más motivo que el relumbrón político, préstamos recomendados u obligados, adquisiciones ruinosas, sueldos in crescendo sin justificación alguna con presidentes y demás miembros de estos consejos de administración e incluso directivos de alto nivel, algunos de los cuales rebasaban el millón de euros anuales, etc. Es decir, una política de crédito, de inversiones y de gastos institucionales absolutamente dispar con respecto a la praxis financiera correcta.
Nadie estuvo dispuesto a defender y acordarse de a quiénes pertenecía aquel dinero de los citados genes, que eran los ahorradores, y menos aún a gobernar las cajas con criterios estrictamente de prioridad financiera. Venían de un tiempo, el franquismo, en el que la promoción del ahorro se había sustentado en la doctrina social de la Iglesia y las cajas en su mayoría se dirigían con criterios de austeridad muy estrictos y entramos en la espiral de intromisiones, en las cuales los neófitos órganos de dirección actuaron como nuevos ricos, constantemente mediatizados por las exigencias de los partidos políticos.
Mientras la economía crecía y la cuenta de resultados iba para adelante, aunque renqueante aún, iba quedando algo para incrementar los fondos de reserva y mantener la obra social en unas cajas que tenían plantillas desproporcionadas. A mediados de los años 80, mientras en Alemania había una oficina de entidad financiera por cada cuatro mil habitantes, aquí la había por cada mil. Es decir, el sector estaba sobredimensionado, pero aún se mantenían. Después, llegaron las sucesivas burbujas de consumo interior e inmobiliarias, la del mandato de Aznar y la de Zapatero, y la praxis crediticia por competencia entre entidades se disparó, desatendiendo las normas más elementales de control y garantía, lanzando a varias cajas a recurrir al crédito internacional para atender la demanda de préstamos.
Las cajas no pudieron cumplir con sus compromisos de devolución de capital e intereses, se volvieron a acordar de los impositores para darles el último sablazo posible, vía acciones preferentes o salidas a bolsa, emisiones que, además de fraudulentas, no lograron detener las pérdidas millonarias y menos aún evitar su cierre
Cuando en 2007 se empezaron a ver los nubarrones de la crisis que se avecinaba, anunciada por Manuel Pizarro, nadie optó por tomar medidas. En pocos meses, la demanda interior se contrajo drásticamente, las empresas empezaron a despedir personal; este personal entrampado en créditos a los que no podía hacer frente pasó a ser un ejército de morosos y numerosas cajas, muy menguadas, sin poder cumplir con sus compromisos de devolución de capital e intereses, se volvieron a acordar de los impositores para darles el último sablazo posible, vía acciones preferentes o salidas a bolsa, emisiones que, además de fraudulentas, no lograron detener las pérdidas millonarias y menos aún evitar lo que indefectiblemente llegó para muchas cajas, el verse obligadas a echar el cierre.
Ahora quieren poner nuestros dignos diputados nombre a quienes causaron aquella debacle, lo cual es sarcástico, dada la innegable contribución de la colectividad de los políticos al proceso esbozado. Si de verdad quieren saber lo que todos intuimos que pasó, que se lo pregunten al Banco de España, que desde 1971 era el encargado de inspeccionar las cajas de Ahorros y que las estudie una por una, ya que no parece que hicieran en su momento lo que debían hacer.
Pretender que una comisión parlamentaria se ocupe del tema conducirá indefectiblemente a que sus conclusiones sean el refrán: “entre todos las mataron y ellas solas se murieron” y, como mucho, acabarán parafraseando a Gila: “Alguien ha matado a alguien”, con la esperanza de que algún avispado les dé alguna pista con la que justificarse. Seguimos instalados en la dinámica de la política de gestos y gastos inútiles, para llegar siempre al mismo soniquete: “y tú más”, “y tú más” y “si no has hecho nada, es porque aún no has tenido tiempo”.
Decisiones como la subida del salario mínimo interprofesional o el fin del diésel han provocado un incremento de costes laborales, superior al 20%, que acaban pagando los más débiles.