Alejandro Rodríguez de la Peña | 07 de mayo de 2017
Corría el mes de julio del año del Señor de 817. Habían transcurrido tres años después de la muerte de Carlomagno, el constructor de un gran imperio de un millón de kilómetros cuadrados que, al menos nominalmente, resucitó el fenecido Imperio Romano de Occidente, un imperio construido con la espada cuyas fronteras eran el Llobregat, el Elba y el Danubio. En ese mes de julio de hace doce siglos, su hijo y sucesor, Luis el Piadoso (Ludovicus Pius), convocó en la ciudad imperial de Aquisgrán, en la capilla palatina, una asamblea general y concilio eclesiástico del populus francorum (el pueblo de los Francos).
Al igual que ocurriera en los concilios de Toledo en tiempos de la España visigoda, en época carolingia era habitual simultanear el conventus generale populi francorum (la asamblea general de los magnates francos) con un concilio eclesiástico de los obispos del Imperio. Y, al igual que ocurriera con los sínodos toledanos, no queda del todo claro para el estudioso actual dónde comenzaba el concilio y donde terminaba la asamblea general.
El emperador Luis y sus consejeros, liderados por un ascético abad benedictino de origen hispano-godo conocido como Benito de Aniano (el segundo San Benito), tenían la intención de romanizar el complejo entramado legal del Imperio carolingio, que era romano en el nombre y cristiano por vocación, pero germánico en su realidad cotidiana.
Esta tentativa de romanización jurídica quedó plasmada en la promulgación de un capitular, una suerte de documento “constitucional” que hoy día se conserva con el nombre de Ordinatio imperii
A primera vista, el texto parece ser una mera regulación sucesoria que establece el principio romanista de indivisibilidad del Imperio en el hijo primogénito del emperador, en contraposición a la tradición legal franco-merovingia, que solía establecer la partición del Regnum francorum en tantos regna como hijos habían sobrevivido al soberano.
Esta inveterada práctica germánica había supuesto la decadencia de la anterior dinastía merovingia, generando incontables guerras civiles en los siglos VI, VII y VIII. Se trataba, por consiguiente, de prever la eventualidad de un nuevo conflicto dinástico y evitar constitucionalmente que se produjera. No obstante, cualquier conocedor de la historia posterior sabe que Luis el Piadoso fracasó en este propósito y que el Tratado de Verdún del año 843 terminaría por consagrar una Europa dividida, polarizada dramáticamente en torno a los dos principales de entre los estados sucesores del Imperio Carolingio: el Reino Franco occidental (futura Francia) y el Reino Franco oriental (futura Alemania).
Ahora bien, como hemos señalado anteriormente, la Ordinatio imperii iba mucho más allá de la disposición jurídica de la indivisibilidad del Imperium romanum a partir del principio de primogenitura (Ord. Imp., c. IV, V y XIV). También contiene en su interior interesantes muestras del pensamiento político carolingio.
De este modo, en el prefacio de la Ordinatio imperii se alegaba un criterio de auctoritas sapiencial en el origen de la potestad legislativa. En efecto, la proclamación de la unidad del imperio se apoyaba en un hecho fundamental: esta era la voluntad del emperador y de aquellos “sabedores de lo que es bueno” (qui sanum sapiunt) en lo que constituía un precedente directo de la fórmula tan repetida en los diplomas pleno-medievales para establecer el criterio cualitativo del voto frente al cuantitativo: la maior et sanior pars.
Con todo, lo más significativo es que establecía en su preámbulo un discurso sobre la unidad de la Cristiandad en torno a un imperator christianus romanus como valor político supremo, a partir de un discurso de raigambre benedictina sobre el valor de la Pax christiana (Ord. Imp., c. XXXVIII y XLVI). La unidad de la Iglesia (unitas Ecclesiae) y la unidad de la Cristiandad bajo el Imperio estarían así vinculadas indisolublemente.
No en vano, los coros entonaban en la solemne liturgia de coronación imperial el lema unus imperator in orbe, que había surgido a partir de las elaboraciones sobre Efesios 4,5: “un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo”, que a su vez habían generado el lema eclesiástico: “un único rebaño, un solo pastor”. Lemas tardo-imperiales romanos, que habían sido eclesializados en la Antigüedad Tardía, ahora eran imperializados de nuevo en el mundo carolingio. En el siglo XI, la Reforma Gregoriana los volvería a eclesializar en el enésimo préstamo ideológico entre estas dos instituciones gemelas y rivales del Occidente medieval: el Papado y el Imperio.
Lo más significativo es que establecía en su preámbulo un discurso sobre la unidad de la Cristiandad en torno a un imperator christianus romanus como valor político supremo, a partir de un discurso de raigambre benedictina sobre el valor de la Pax christiana
Los redactores de esta constitución se hacían eco de este ideal unitarista, romanista e imperialista y se adelantaban así en quinientos años a los argumentos en defensa de la monarchia universalis de Tomás de Aquino y Dante sobre la unidad de la Cristiandad como solución a los conflictos y germen de la paz universal. En definitiva, el texto de la Ordinatio imperii nos brinda un primer ejemplo de discurso imperial cristiano en el Occidente medieval (Bizancio ciertamente ya los había producido en gran cantidad, pero ese es otro ámbito civilizacional).
Este discurso sobre la Pax christiana procedía, sin duda, de la tradición benedictina que había elaborado ya desde los escritos del primer pontífice procedente de esta Orden, san Gregorio Magno, el ideal del Rex pacificus, el monarca como garante de la paz y la concordia dentro de la sociedad. Frente a las inercias barbarizantes de la época de las invasiones, donde la realeza germánica era, ante todo, un caudillaje militar heroico (Heerkönigtum), el monacato benedictino introdujo en el mundo altomedieval un ideal nuevo que combinaba lo mejor del pensamiento político tardo-romano con el mensaje evangélico.
Ahora bien, en las sesiones de la asamblea-concilio de Aquisgrán del año 817, mientras contemplaba “las lujosas vestimentas de algunos prelados y abades laicos del imperio, oía sus espuelas de jinetes tintineando en sus talones y se escandalizaba ante sus cinturones de oro recamado, sosteniendo puñales cuya empuñadura estaba recamada en piedras preciosas”, un espíritu ascético como Benito de Aniano debió de comprender en su fuero íntimo que su nuevo ideal de radical cristianismo monástico llegaba demasiado tarde para transformar el edificio moral e institucional del Imperio carolingio.
En efecto, en el otoño del año 817, apenas unos meses después de la promulgación de la Ordinatio imperii, estallaba una revuelta contra su aplicación liderada por uno de los directamente afectados, el rey Bernardo de Italia, sobrino del emperador. Este príncipe quedaba convertido por la Ordinatio en vasallo directo de Lotario, el hijo primogénito de Luis el Piadoso y sucesor, por tanto, al trono imperial.
La respuesta de Luis no fue precisamente “piadosa”. Tras descubrir el complot, el emperador ordenó que su sobrino fuera cegado, siguiendo la costumbre bizantina de privar de la vista a los traidores al Imperio aplicándoles hierro candente en los ojos. Bernardo de Italia murió a los dos días debido a las secuelas de este terrible castigo.
Luis el Piadoso no podía imaginar que esta decisión, tan contraria al espíritu benedictino, iba a traerle funestas consecuencias. Ciertamente, hizo pública penitencia a la vista de todos por su brutalidad en el castigo de Bernardo. Este episodio de humillación auto-impuesta tuvo lugar en la asamblea general de Attigny del año 822. A continuación, entregó a su primogénito, el coemperador Lotario, el reino de Italia arrebatado al rebelde Bernardo. Pero su sucesor no demostró mucho agradecimiento y menos aún lealtad.
En el año 833, con el apoyo del papa Gregorio IV, Lotario y sus hermanos Luis el Germánico y Pipino encabezaron una rebelión abierta contra su padre, al que acusaban de infringir la propia Ordinatio imperii que había promulgado él mismo por crear un pequeño reino para el más pequeño de sus hijos, Carlos el Calvo, tenido con su segunda esposa. De este modo, buscando preservar a toda costa la unidad del Imperio, el Papa apoyó la elevación al trono imperial de Lotario, la deposición y confinamiento de su padre y el enclaustramiento forzoso de la emperatriz Judith. Dos meses después, el Sínodo de Soissons ratificaría la sentencia de deposición del emperador, ahora abandonado por todos.
Pero la coalición ente el Papa y Lotario para preservar la unidad del Imperio fracasó al herir de muerte el principio de legitimidad imperial con la deposición, a todas luces injustificada, de Luis el Piadoso. En realidad, todos los frágiles equilibrios con los que Luis el Piadoso había intentado salvaguardar la unidad de la res publica christiana carolingia ya habían saltado hechos pedazos en el año 833 en Colmar, en un lugar que pasaría al recuerdo de generaciones enteras como el “Campo de la Mentira” (Campus Mendacii, en las crónicas latinas; Lügenfeld, en las alemanas). Allí, en el año 833, la hueste del emperador le traicionó (el campo donde murió la fidelidad, dice el cronista conocido como Astrónomo) y se pasó al bando de sus hijos rebeldes: Pipino, Luis y Lotario.
El biógrafo más reciente de Luis el Piadoso, el profesor alemán Egon Boshof, ha escrito que en el año 833 “asistimos a un desenlace digno de una tragedia griega”. Cuando diez años después se consagrara finalmente en el tratado de Verdún la partición del Imperio carolingio y el fin de la unidad de Europa, se sembrarían las bases de otra tragedia griega de mayor alcance: las contiendas fratricidas entre Francia y Alemania que tantos millones de muertos han ocasionado.
Su vida política sirve para explicar el periodo que llevó a España desde la monarquía de Alfonso XIII hasta la Guerra Civil.