Javier López-Galiacho | 10 de mayo de 2017
Este año se cumple el 50 aniversario de la muerte de Azorín, aquel renovador absoluto de la lengua castellana, primoroso de lo vulgar (Ortega), a quien el nobel Vargas Llosa dedicó su discurso de ingreso en la RAE. Al maestro de Monóvar se le debe renovar la escritura española del siglo XX, pero también una corta e interesante producción teatral entre la renovación y la vanguardia.
Cuando he atravesado la puerta del histórico y nonagenario Teatro Pavón, en el Madrid castizo de Embajadores, para asistir a la representación de la obra Blackbird, me ha llegado el eco de una de las sentencias más bellas del Azorín literato: “Vivir es ver volver”.
Es cierto, querido lector. Vivir es ver volver este otrora mítico diario El Debate, creación de un cristiano ejemplar como fue el padre Herrera Oria, hoy renovado en un prometedor digital. Un periódico, entonces en papel, en el que las críticas, tanto teatrales como taurinas, de su primera época eran celebradas y leídas.
Vivir es ver volver recuperado este Teatro Pavón, hoy buque insignia del proyecto Kamikaze (Arco/Tejada/Elejalde/Buxó), que lo ha recuperado tras quedar abandonado a su suerte con la vuelta de la Compañía de Teatro Clásico Nacional a su sede del Teatro de la Comedia de la calle Príncipe.
Una apuesta arriesgada y, nunca mejor dicho, en cierta esencia también kamikaze, como su nombre, pero que por la masiva respuesta de público que hemos visto en esta representación de Blackbird puede y debe ser consolidada.
Teatro Pavón, templo de la Gámez donde estrenó “Las leandras” y triunfó con su “Pichi” que aún se corea. Escenario art decó, sanedrín de flamencos como Caracol, Angelillo o Antonio Molina, que pudo ser el último paso hacia la muerte para el coplero Miguel de Molina, sacado a palos de su camerino por fanáticos de la intolerancia que no pararon hasta que le creyeron muerto y abandonado en las afueras de la Residencia de Estudiantes. Uno de los camerinos de este renovado Pavón debería llevar su nombre. Teatro Pavón que compraron, en los años 90, la pareja de bailarines Maya y Curieses, tras quedar quemado su interior cuando era un cine abandonado y durante el rodaje de Beltenebros de Pilar Miró. Antes de comenzar la obra Blackbird, miraba al palco de la derecha donde el inquietante Ugarte, recreado por un soberbio José Luis Gómez, literalmente ardía junto al Teatro Pavón en la película de la Miró, a quien se le fue la mano y a punto estuvimos de perder para siempre este mítico escenario.
Este duro texto de David Harrower también es metáfora del azoriniano vivir es ver volver. El escocés encierra a sus dos personajes en un drama íntimo de ajuste de cuentas morales y donde el espectador se convierte en parte de un jurado que enjuicia
Regresar al Pavón es ver volver también el pago de aquellas 25 mil pesetas que desde Amigos de los Teatros Históricos de España (AMIThE) entregamos al proyecto de Maya y Curieses de recuperación del Pavón, comprando por esa cifra una butaca con una placa que recordaría este gesto de gratitud. La buscaba infructuosamente el día de la función.
Sentir en el escenario el veneno del teatro en la piel y la voz de la Escolar también es ver volver aquella tarde de 1999 cuando entregamos en Albacete ex aequo el IV premio nacional de teatro Pepe Isbert desde AMIThE a dos monstruos del teatro español como sus tíos abuelos Emilio y Julia Gutiérrez Caba. Y les preguntaba si había recambio en el banquillo de una saga intocable como la de su familia. Entonces me hablaron de que una nieta de su fallecida hermana Irene, con el mismo nombre y de apellido Escolar, empezaba en este oficio donde los tres hermanos y sus padres se habían dejado literalmente las suelas de los zapatos. Me quedé, como dice el castizo, con la matricula. Años más tarde, Irene Escolar descollaba junto a una inconmensurable Amparo Baró en un montaje mítico como fue Agosto, a escasos metros de este Pavón, en la desangelada sala Valle Inclán de Lavapiés. No hace mucho la admiré en El público, de Lorca, en la Abadía. Y así llegamos a este intenso y arriesgado Blackbird, del edimburgués David Harrower, donde la Escolar, que se trajo a España los derechos del texto, ejecuta un ejercicio de interpretación teatral de doble salto mortal sin red y donde muchas compañeras hubieran dado con sus huesos en la pista del desencanto.
Con una dirección medida, que impone mando, Carlota Ferrer ha colocado en el ascético interior del Teatro Pavón una partida de ajedrez escénico de gran altura entre una majestuosa reina (la Escolar) y un alfil sorprendente y rocoso (José Luis Torrijo), para ajustar cuentas a un pasado que siempre vuelve como ese pájaro negro
Este duro texto de David Harrower también es metáfora del azoriniano vivir es ver volver. El escocés encierra a sus dos personajes en un drama íntimo de ajuste de cuentas morales y donde el espectador se convierte en parte de un jurado que enjuicia: abuso o salto transgresor. En el escenario, dos vidas: una rota, sin alas desde la infancia, y otra a punto de romperse cuando ese pasado que siempre vuelve en forma de pájaro negro llama a una vida ordenada y aparentemente recompuesta, para despeñarse finalmente por el acantilado del pasado.
Ese intercambio moral de golpes entre personajes no es óbice para que siempre que se libra el combate del ser del hombre se cuele un haz de luz, de misericordia, de perdón y de encuentro íntimo. El momento está muy logrado por la dirección, no solo cuando la tormenta escénica abre hueco a un tibio rayo de sol y José Luis Torrijo entona sin desafino el Angels de Robbie Williams, sino en esa lograda y mística coreografía que abraza a los personajes para inmediatamente desatarlos y enfrentarlos. Metáfora de esa oportunidad que el ser humano siempre tiene de elegir la redención o el camino de la perdición.
El Teatro Pavón fue comprado en los años 90 por una pareja de bailarines, Maya y Curieses, tras quedar quemado su interior cuando era un cine abandonado
Con una dirección medida, que impone mando, Carlota Ferrer ha colocado en el ascético interior del Teatro Pavón, que debe mejorar las condiciones de sonido (constante y molesto el ruido de la refrigeración de la sala), una partida de ajedrez escénico de gran altura entre una majestuosa reina (la Escolar) y un alfil sorprendente y rocoso (José Luis Torrijo), que nunca baja la guardia, para ajustar cuentas a un pasado que siempre vuelve como ese pájaro negro que en el heterodoxo y cinematográfico desenlace final estalla en el parabrisas de la vida como una metáfora.
En un doble y acertado planteamiento escénico a cargo de Mónica Boromello, que permite desplazar a los personajes entre el espacio del presente que se desmorona y el ámbito del pasado que nunca cambia, emerge una sólida y medida Irene Escolar que se rompe, como los buenos toreros y flamencos, hasta absorber al personaje y ser testigo el espectador de la transfiguración entre ficción y realidad. Junto a ella, un José Luis Torrijo que nunca pierde la cara a la gran Escolar, y eso ya es mucho.
Puro teatro que no impide lamentar el uso de micros ocultos en los actores, ya triste costumbre que va camino de cargarse el sentido del teatro, donde la proyección de la voz natural del actor es esencia de este espectáculo desde los griegos o romanos.
Vivir es ver volver, decía Azorín. Esta noche volvíamos a un Pavón, felizmente recuperado y sostenido por un interesante proyecto Kamikaze, para ver volver pasar aquella esperanza de la saga Gutiérrez Caba, hoy consagrada. Esa Irene Escolar que, siendo tan joven, pisa ya un sitio en el teatro español reservado a las elegidas.