Pablo Casado Muriel | 16 de mayo de 2017
La despoblación rural sigue aumentando. La decisión de abandonar el pueblo en dirección a la ciudad es habitual y la Federación Española de Municipios y Provincias propone un gran plan estratégico que frene este hecho.
Daniel, el Mochuelo, lloró al saber que el camino elegido para él lo alejaba de su querido pueblo. A pesar de ese dolor de infancia que se agota, lo más probable es que el entrañable personaje de Miguel Delibes jamás regresase a casa para quedarse. Su destino, como el de tantos otros jóvenes de la Vieja Castilla, rural y siempre mirando al cielo, estaba en la ciudad.
Prosperar, desde hace varias generaciones, supone “descender de la aldea a la cabecera de comarca, de aquí a la capital de provincia y de la capital de provincia a la periferia o Madrid”. Por segunda vez, en apenas unas líneas debemos recordar la figura del escritor vallisoletano que con tanto tino supo narrar la lenta agonía de los pueblos castellanos.
Pasando de la literatura a las estadísticas, los últimos informes de la Federación Española de Municipios y Provincias (FEMP) muestran cómo solo el 3,15% de la población vive en el 61% de los municipios. O, lo que es lo mismo, sigue aumentando el número de pueblos y aldeas que se vacían. El 80% de las localidades de toda Castilla, menos León, tiene menos de 1.000 habitantes. Esta situación se da hasta en 14 provincias de toda España, incluyendo las tres aragonesas, La Rioja, Cuenca y Guadalajara; y ya son 1.286 las poblaciones en todo el país con menos de 100 personas viviendo allí.
Las cifras son alarmantes y la propia FEMP trabaja en un gran plan estratégico, que debería pasar por el Congreso (con todo lo que ello supone), que intente frenar la despoblación rural en España.
¿Abandonarían Madrid, Barcelona o Sevilla para volver al pueblo de sus padres o abuelos a labrar la tierra de sol a sol?
La anterior pregunta puede caer en el simplismo, en un pueblo no solo hay agricultores. Pero el fondo de la misma encierra el gran problema del mundo rural: los sacrificios que conlleva la vida en el campo son cosa del pasado para una generación acostumbrada al bullicio, la rapidez y las comodidades de una sociedad urbanita y que sigue acelerando. Volviendo a Delibes y su Castilla, lo castellano y los castellanos (libro en el que se recogen fragmentos de su obra relacionados con esta región y en el que se incluyen algunas anotaciones posteriores): “La desilusión producida por un esfuerzo socialmente despreciado y mezquinamente retribuido; la grisura de una vida lánguida, sin alicientes”.
El plan que propone la Federación Española de Municipios y Provincias abarca importantes áreas, como el empleo, los servicios sociales o la vivienda. La labor que se pretende acometer trasciende lo económico, puesto que debe convertirse en una oportunidad tan importante que consiga cambiar la mentalidad y el concepto de progreso de miles de jóvenes en todo el país.
Mis padres, que pueden servir de ejemplo de aquellos que dejaron el pueblo para ir a la ciudad, me criaron en Madrid, pero vuelvo habitualmente a Castilla y compruebo cómo la mayoría de mis amigos no tienen un empleo o han tenido que buscarlo fuera, ya sea en Valladolid o incluso más lejos. Primer paso para abandonar definitivamente el lugar de origen.
Ni que decir tiene que ese cambio en el concepto de vida provoca que apenas dos de todos ellos trabajen en actividades relacionadas con el campo, ya sea por la vía de la agricultura o la ganadería, y en ambos casos por herencia familiar.
Por supuesto, la mejora en el sistema educativo y el que cada vez sean más los jóvenes que optan por continuar con los estudios a un nivel universitario es otra de las causas que provocan este abandono de los pueblos. Hace algunos meses, podíamos leer la historia de Víctor, el ingeniero aeroespacial que quería quedarse en su pueblo y se quejaba de que no se favorece que este tipo de actividades se lleven a cabo en el medio rural.
Solo por la vía de las bonificaciones fiscales (es una de las propuestas de FEMP) podría conseguirse que cualquier gran empresa decida crear su sede en un pueblo de Soria o Teruel antes que en la periferia de cualquier gran ciudad. Y, aun con esos beneficios por la vía de los impuestos, estaría por ver si el resto de condiciones resultarían positivas para su desarrollo.
La mejora en las infraestructuras ha conseguido que cada pueblo de España tenga relativamente cerca un gran foco de población, una ciudad, con sus centros comerciales y su infinita oferta de ocio. Llenar los carros de la compra y disfrutar de una tarde de cine son un plan perfecto para cualquier familia, aunque con ello, poco a poco, se hunda el pequeño comercio local.
El plan estratégico propuesto por la Federación de Municipios también habla de apoyar la compra y rehabilitación de viviendas en el medio rural, en el caso de que sean viviendas habituales. Si ya es difícil conseguir que la gente no se vaya de los pueblos, más aún será convencer a un ciudadano metropolitano que vuelva al campo. ¿Quién se iría? ¿Un trabajador que necesite cada día recorrer decenas de kilómetros para acudir a su puesto? ¿Una pareja de jóvenes agobiados por la falta de red móvil más allá de la pequeña zona de cobertura en la plaza del pueblo? ¿Un grupo de ecologistas que descubra con horror que en el campo los cerdos se crían pensando en la matanza y la mula va realmente tan cargada como deja entrever el refrán?
Aunque uno sea de pueblo, que lo es de corazón, el pesimismo se impone al pensar en el futuro de nuestro medio rural. El sacrificio no se lleva, el progreso ha impulsado la “calidad de vida” en las ciudades y pocos son ya los que optan por el beatus ille.
Esas comodidades también llegan, a su manera, a los pequeños municipios y los vicios que las acompañan, de igual manera. Las parejas han dejado de tener un gran número de hijos (las muertes prematuras son cosa del pasado, gracias a Dios, y la tecnología hace innecesario un gran número de hijos que se ocupen de la tierra como antaño).
La tasa de reposición apenas se cumple y de los pocos niños que pueden verse jugar por las plazas y las eras la mayoría acabará saliendo de allí, como el Mochuelo, “para progresar”.
No podemos olvidarnos del campo ni de sus gentes, pero tampoco podemos soñar con un futuro utópico de jóvenes que hacen el camino inverso que hicieron sus padres o abuelos. El progreso es lineal y muy difícil de frenar. Quizá el futuro pase por apoyar a esos héroes anónimos que decidirán quedarse a un lado del camino, en uno de esos pueblecitos que, como si fueran las cuentas de un rosario, vemos diseminados por la carretera cuando circulamos por la N-VI.
Crear grandes ayuntamientos que gestionen con mayor eficacia los recursos disponibles y no perder de vista las necesarias ayudas al campo (y en esto la Unión Europea juega un papel de gran relevancia) son imprescindibles para lograr la supervivencia de la España rural. Esa en la que los niños todavía juegan a sus anchas por la calle y llegan con heridas en las rodillas; esa en la que el cielo sigue marcando la jornada laboral; y esa en la que el señor Cayo sigue pasando sus días sin complicaciones a la espera de que un político cualquiera llame a su puerta pidiendo su voto para solucionar unos problemas que no tiene.