Antonio Manuel Moral Roncal | 30 de mayo de 2017
Hace cien años, se erigía en Barcelona un busto de Francisco Pi y Margall, presidente de la Primera República, como inicio de las obras donde debía levantarse un monumento público en su honor. Una comisión había organizado una suscripción popular para financiar el proyecto, presentándose, igualmente, una medalla con el rostro del político, para ser vendida al público como medio para conseguir más dinero. No era la primera vez que, bajo la Monarquía de la Restauración borbónica, los republicanos españoles levantaron homenajes materiales a los políticos de su universo simbólico, sin problema alguno.
Los restos de Nicolás Salmerón, que había ocupado durante mes y medio la presidencia de la República española en 1873, fueron trasladados 24 de octubre de 1915 a un monumento funerario levantado en el cementerio civil de Madrid, a la derecha del mausoleo de Francisco Pi Margall. Quienes entonces grabaron su epitafio en piedra, además de la glosa que realizara Georges Clemenceau -presidente de Francia entre 1907 a 1912-, quisieron recordar especialmente que Salmerón había dejado el poder por no firmar una sentencia de muerte.
Pero fue Castelar el político republicano a quien se levantó más homenajes materiales en la España de Alfonso XIII. Precisamente, en 1904, se colocó una magnífica lápida en una plaza de Cádiz, su ciudad natal, para memoria de las generaciones venideras. De su centro se quitó una pequeña fuente que existía, siendo sustituida por la estatua del último presidente de la Primera República. La iniciativa fue de Luis José Gómez de Aramburu, al igual que la colocación de la lápida, cuando era alcalde de la ciudad. El monumento a Emilio Castelar no tiene más que una base cuadrada, con un pedestal de piedra que soporta la estatua. Fue inaugurado el 5 de octubre de 1906, asistiendo a la ceremonia el político liberal Segismundo Moret, quien realizó un discurso en su honor.
Dos años más tarde, en la Villa y Corte de Madrid se alzaba otro monumento a Castelar, obra de Mariano Benlliure, uno de los grandes escultores españoles. Todavía puede apreciarse en el céntrico Paseo de la Castellana, levantando el brazo desde la tribuna parlamentaria. A sus pies se situó una figura de la Historia que lo escucha, así como las que representan a Demóstenes, Cicerón, un soldado, un obrero y un estudiante.
Y, en Sevilla, a pesar de que desde 1903 se pensaba también en construir otro monumento, no sería hasta enero de 1927 cuando se retomaría el proyecto, al escribir Luis Rojas, redactor del periódico El Liberal, un artículo donde exclamaba: «¡Castelar no tiene un monumento en Sevilla!». Al año siguiente, el periódico sevillano abrió una suscripción pública para financiar la construcción de dicho monumento. En 1930, se decidió su emplazamiento en el jardín de Cristina, en el ángulo que abre la Puerta de Jerez. Las obras de modelado y vaciado se realizaron en el taller de Echegoyán. Una vez instalado, en ese verano se organizó enfrente un parterre confeccionado por el arboricultor y floricultor J. P. Martín que era, precisamente, proveedor de la Casa Real.
Y no solo se levantaron estatuas a los principales líderes republicanos, sino a personajes secundarios, como Eleuterio Maisonnave, ministro de la Gobernación durante la Primera República Española. Su monumento fue inaugurado en 1895 en la ciudad de Alicante, donde ejerció como alcalde.
Todos estos monumentos republicanos constituyen un ejemplo, muy importante, de la capacidad integradora de la Monarquía frente al exclusivismo de la Segunda República. Y así, desde el 14 de abril de 1931, comenzó en España un proceso de desmantelamiento del recuerdo e imagen del régimen monárquico en ciudades y pueblos. Los republicanos quitaron los nombres a las calles y plazas dedicados a la familia real, a personajes y símbolos ligados a la Corona. Los sustituyeron por nombres de su universo cultural republicano, intentando que los españoles olvidaran a sus reyes. El espacio urbano debía monopolizar el recuerdo histórico tan solo de las etapas republicanas, olvidando la generosidad que el régimen caído había tenido a la hora de adornar el espacio público.
Como numerosos historiadores han señalado, uno de los grandes problemas de la Segunda República fue su exclusivismo político, la negativa de sus defensores a abrir el régimen a todos los españoles. Fue obra de la obsesión de los republicanos de izquierda por identificar la República con su República y expulsar de la misma a quienes no aceptaran sus postulados. La restauración de la Monarquía en 1975 se caracterizó por su capacidad integradora, como se probaría durante la Transición, a diferencia del modelo republicano. El hecho fue y será siempre apreciado por los españoles capaces de evitar los cantos de sirena de los actuales populismos. Juan Carlos I quiso ser el rey de todos los españoles y lo consiguió.
Su vida política sirve para explicar el periodo que llevó a España desde la monarquía de Alfonso XIII hasta la Guerra Civil.