Antonio Martín Puerta | 02 de junio de 2017
Vivimos en una sociedad que tiene como una de sus principales características no querer llamar a las cosas por su nombre como, igualmente, pretender ignorar las consecuencias de los hechos. Algo, por otra parte, que se suele pagar siempre muy caro, siendo solo cuestión de calendario. Y, por lo que se refiere a la materia económica, existe un dato asfixiante: el del endeudamiento de España. No me atrevería a cifrar el porcentaje de deuda en términos de Producto Interior Bruto por dos razones: la primera, porque probablemente el porcentaje ya habría variado –al alza, claro- en el momento en que estas líneas salieran a la luz; la segunda es que cualquier seguidor de la materia sabe que hay bastantes discrepancias con respecto a la precisión y método de las cifras dadas a conocer. Sin entrar en discusiones, la cifra manejada oficialmente es equivalente al PIB, lo que nos sitúa en unos niveles descomunales.
Dado que vivimos en la ciudad alegre y confiada, no voy a pretender que nadie se altere con las siguientes reflexiones, dedicadas tan solo a aquellos raros individuos que creen que los hechos tienen sus consecuencias y que la historia muestra algún ejemplo a no olvidar. Concretamente, el de la deuda de Alemania durante los años veinte y treinta. Como es conocido, las sanciones económicas impuestas a Alemania a partir del Tratado de Versalles dieron lugar, en mayo de 1921, a una fijación de un montante de deuda en concepto de reparaciones de guerra de 132 billones de marcos oro. En diciembre de 1922 y, ante la situación de impago, los franceses y belgas ocuparon el Ruhr. En 1924, el Plan Dawes forzó a una recomposición del calendario de pagos y, finalmente, en 1928, el Plan Young fijó la deuda en 112 billones de marcos, con la consiguiente agitación dentro del país y eso que aún no se había producido la gran crisis de 1929, trasladada con especial contundencia a Alemania.
La agitación nacionalista puso el grito en el cielo, divulgando por Alemania un muy conocido cartel que expresaba la situación: tres generaciones de alemanes –un abuelo, un padre y su hijo- hacían girar una rueda a base de latigazos propinados por un individuo de aspecto extranjero y feroz. El lema del cartel era el siguiente: “Hasta la tercera generación habréis de trabajar duramente”. Como de costumbre y, dado el muy inexacto conocimiento de la historia de Centroeuropa, se ha atribuido el cartel a los nazis, algo bien incorrecto. Pues el señor Hitler era por aquellas fechas tan solo el jefe de un grupo marginal y alborotador que, en las últimas elecciones –celebradas el 20 de mayo de 1928-, se había tenido que conformar con un 2,6 por ciento de los votos. De hecho, en algunas informaciones aparece dentro del grupo “otros”, lo que indica su poca influencia en esos años. Para empezar, el antiguo cabo ni siquiera tenía nacionalidad alemana, conseguida por medio de una marrullería administrativa en Brunswick, en febrero de 1932. En realidad, el cartel había sido promovido desde el espacio de influencia de Alfred Hugenberg, jefe del Partido Nacionalista, magnate de la prensa y vinculado a la gran industria, que veía con horror cómo gravitaban las exigencias económicas de los vencedores sobre la economía alemana.
Lo que a continuación tuvo lugar fue la secuencia de una caída de fichas de dominó. La crisis de 1929, originada en Estados Unidos, llevó a que la banca americana reclamara los préstamos otorgados a Alemania, que ciertamente habían colaborado para rehabilitar su economía. Ahora el país se veía afectado por la crisis, manteniéndose viva la exigencia de pagar las reparaciones y haciendo frente a un requerimiento anticipado de deuda. Los resultados del crash de 1929 siguieron este orden: crisis bursátil, crisis bancaria, crisis en la producción y consecuente crisis en el empleo, todo con repercusiones internacionales. Dado que el sistema de Weimar no pudo absorber todas esas fracturas, se produjo el correspondiente desplome, con el resultado político que todos saben. Asunto que ahora no nos interesa lo más mínimo.
Lo que sí interesa es otra cuestión: ¿Era cierto lo que anunciaba el cartel de los nacionalistas? ¿Era correcta la imagen de tres generaciones atadas al pago de una deuda descomunal? Bastará con recordar un dato objetivo: la prensa anunciaba, a principios de octubre de 2010, que Alemania efectuaba por fin su último reembolso a los vencedores de la Gran Guerra por un total de 70 millones de euros. En verdad, los acontecimientos intermedios, como la negativa de Hitler a pagar y las consecuencias del nacionalsocialismo, habían alterado los calendarios, pero en último término, y prescindiendo de la fuerte carga ideológica propia de esos años, el cartel tenía razón. Es decir: la deuda pasaba a trasladarse forzosa e injustamente a generaciones futuras.
¿Nos dice algo esto? ¿Se puede vivir tranquilamente sobre un barril de pólvora? ¿Se puede decir que las cosas van bien cuando la herencia que se deja es una enorme hipoteca? ¿Es honorable vivir a expensas de las generaciones futuras?
El común argumento de que “mal de muchos, consuelo de todos” no es de recibo. Que otras grandes economías tengan graves niveles de deuda no es en modo alguno una justificación, especialmente viendo la tendencia. Porque, se desee reconocer o no, ello significa vivir en la fragilidad y en medio de un sistema que requiere de un nivel de fiscalidad que abrasa a la sociedad. No hace falta reiterar los argumentos ya muy repetidos sobre los riesgos de la situación, pero no estará de más recordar lo sucedido durante los años veinte y treinta. Aunque, por el momento, se prefiera contemplar la situación desde la perspectiva de una conocida canción coetánea, concretamente de 1935: “Tout va très bien, Madame la Marquise”. Realmente, podría ser recuperada como marcha electoral de algún partido.
Su vida política sirve para explicar el periodo que llevó a España desde la monarquía de Alfonso XIII hasta la Guerra Civil.