Mariano Alonso | 29 de mayo de 2017
El irónico o sarcástico, por lo demás, aparece en ocasiones tan embebido de su propio personaje que quienes le rodean -cuarenta millones de compatriotas tratándose del jefe del Ejecutivo de España- no saben si en un momento determinado está o no pronunciándose en esa clave. En célebre ocasión, siendo candidato del PP frente a José Luis Rodríguez Zapatero –su particular Moriarty, al que nunca pudo vencer en las urnas-, Rajoy afirmó que leía, preferentemente, el Marca. Algunos lo tomaron como una ‘gallegada’ más, mientras que otros pensaron que se trataba de un rasgo de sinceridad que, además, lo hermanaba con los millones de españoles que hacen del diario deportivo el más leído del país.
Hará cosa de una década, Rajoy compartía cartel en un mitin con Juan Carlos Aparicio, a la sazón alcalde de Burgos, y con quien había coincidido en los gobiernos de José María Aznar. “Juan Carlos y yo nos parecemos mucho”, aseguró nada más encaramarse al atril, para rematar: “Y eso no sé si es bueno o malo”. Los asistentes, incluido el propio Aparicio, tampoco supieron muy bien por dónde estaba respirando el líder popular.
En más reciente ocasión, la de su última investidura, se dirigió con indisimulado rictus sonriente al líder de Podemos, Pablo Iglesias, para decirle: “Tiene usted una alta consideración de su formación y de usted mismo. Lo cual está bien, porque el optimismo en la vida siempre es algo importante”. Sus palabras provocaron las sonrisas cómplices de una bancada tan antagónica como la de la formación morada.
Pero, sin duda, una de las cumbres de la retranca de Rajoy fue su discurso durante el fallido debate de investidura del hoy resucitado Pedro Sánchez, en marzo de 2016. En su intervención como portavoz del Grupo Popular, zahirió con los más crueles epítetos al candidato y a su socio de entonces, Albert Rivera, en el que ya se recuerda como el discurso de los “Toros de Guisando”.
Con la intención de ridiculizar los exiguos e insuficientes apoyos con que contaba Sánchez (noventa escaños socialistas, más cuarenta de Ciudadanos que se quedaban a cuarenta y seis de la mayoría absoluta), Rajoy se empleó con saña, en un discurso escrito con abierta intención de ridiculizar tanto el acuerdo entre PSOE y la formación naranja como la solemne firma del mismo, que tuvo lugar días antes en una de las principales salas del Congreso. Un episodio al que se refirió como la “solemnísima firma de un acuerdo de muy limitada relevancia, pero que se ha presentado con una escenografía que nos hacía pensar que estábamos ante una página histórica de dimensiones solo comparables al Pacto de los Toros de Guisando”.
Fue ese uno de los discursos milimétricamente preparados con los que ha hecho fortuna y que los periodistas parlamentarios valoraron, junto a otras intervenciones en la Cámara Baja, concediéndole el premio de Mejor Orador del año.
“Rajoy lleva cuarenta años haciendo discursos y sin pagarse su propia gasolina”, describe a este articulista gráficamente al personaje alguien que le ha prestado servicios de ‘fontanería’. “Su manera de actuar en el parlamento es la de un viejo conservador, que relativiza y que no cree en verdades absolutas”, añade. Rasgos, en cierta manera, ajenos a los habituales entre los inquilinos de La Moncloa, salvo quizá el breve Leopoldo Calvo Sotelo, no en vano con orígenes gallegos. El resto, Adolfo Suárez, Felipe González, Aznar y Zapatero adolecerían de un estilo más enfático, más providencialista incluso, que no casa con su personalidad.
La retranca de Rajoy es, en definitiva, algo más que un estilo, o que un estilo político simplemente. Parece ser, más bien, una manera de estar en el mundo.
Aunque no es una actitud válida según qué circunstancias. Le valdría de nuevo, sin duda, si decidiera intervenir en el debate del próximo trece de junio de la moción de censura en su contra, con Pablo Iglesias como candidato. No parece, en cambio, que sea la actitud más razonable para otra comparecencia un mes más tarde que no podrá eludir, en este caso en sede judicial y no parlamentaria: su declaración como testigo ante la Audiencia Nacional (probablemente por videoconferencia) por la presunta financiación irregular de su partido.
Quim Torra ha ordenado descolgar los lazos amarillos de los edificios públicos. El presidente de la Generalitat dispara para seguir haciendo ruido y se esconde tras el humo. Sánchez no da la cara y es el Poder Judicial el que defiende el Estado de derecho.