Javier López-Galiacho | 09 de junio de 2017
Ese “Monstruo” del toreo, como el crítico K-Hito lo bautizó tras un faenón en 1943 en Alicante. Un mito que, por su sacrificio en una arena taurina, sigue vivo entre las varias generaciones que cosimos, en blanco y negro, el luto de su recuerdo. Un torero con tan solo 30 años de vida, que de tan asumido que tenía el existencialismo de su destino llevaba la muerte impresa en el rostro.
Manuel Rodríguez “Manolete” fue un ejemplo de determinismo taurino. Su sangre era torera por los dos costados. Su madre, la albacetense doña Angustias Sánchez, estuvo casada con dos toreros: primero, con Lagartijo Chico, y, al enviudar de este, lo hizo con el padre de Manolete, otro torero como fue Manuel Rodríguez. Su tío fue Bebe Chico y su tío abuelo era Pepete, aquel que murió en 1862 en la plaza de Madrid a manos de otro Miura como “Jocinero”. La sombra de la tragedia ya le perseguía en sus genes.
Manolete, a pesar de su linaje torero, no tuvo padrino y se enroló en la Escuela taurina de Montilla. Hasta los 12 años no tomó contacto con la seda y el percal. Allí empezó a llamar la atención por un valor que asustaba el miedo. Su trayectoria taurina, junto al inseparable apoderado, cordobés como él, Pepe Flores Camará, fue arrolladora. Realmente quien lo descubrió fue el gran torero cómico Llapisera, quien vio al becerrista Manolete en la parte seria del espectáculo “Los Califas” y le advirtió a Camará: “fíjate en sus pies, nos los mueve”.
Tomó la alternativa el 2 de julio de 1939 en Sevilla. Confirmó la alternativa en Las Ventas el 12 de octubre de 1939. En 1943 se colocó a la cabeza del escalafón. Cuajó faenas memorables, como al toro «Ratón» en 1944, durante la corrida de la Prensa en Las Ventas, y al sobrero del ganadero portugués Pinto Barreiros, también en Madrid, un 6 de julio de 1944.
Manolete dominó los tres ejes del toreo: el valor demostrado con la quietud de los pies, el dominio con la largura de los brazos y el temple con el mando de la muñeca
Su estilo como torero fue absolutamente singular, hasta el punto de acuñar el término manoletismo. En qué consistía ello. Primero, Manolete fue sin duda uno de los grandes estoqueadores de toda la historia, hasta el punto de que la pureza en la ejecución de la estocada le costó la vida en Linares. Su forma de citar con el capote y la muleta era como un poste, medio adelantaba la muleta, más bien la retrasaba, y al toque vaciaba la embestida cerca de la cintura. Él era partidario de que a los toros se les ganaba aguantando y aguantando ante su cara hasta que al final metían la cabeza en el canasto. El público se conmovía ante aquella demostración de valor.
? | Manolete, protagonista en el cartel ilustrador de #SanIsidro2017 compuesto por fotografías de los aficionados.
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Manolete dominó los tres ejes del toreo: el valor demostrado con la quietud de los pies, el dominio con la largura de los brazos y el temple con el mando de la muñeca. Nunca utilizó la sonrisa para conseguir un aplauso pasajero. Fue portentoso el poderío que tenía para coger a los toros su sitio. Se adelantaba al toro dentro del terreno de este para que se le arrancara y, con la muleta retrasada, esperaba el choque para que, sin puntear la muleta, vaciara su embestida más allá de la cadera. Los remates eran mayestáticos. “Al acortar tanto las distancias, recortó los pases, pero extendió el toreo”, decía de él Pepe Luis Vázquez, su amigo y figura del toreo.
Mucho se le criticó el tipo de medio toro que le tocaba en suerte cada tarde. En su descargo, la Guerra Civil dejó esquilmada la ganadería brava y el propio toreo. Más bien el toro de entonces era de media arrancada, pero aun así recibía tres puyazos y sendos pares de banderillas, y llegaba a emocionar, base de la Fiesta, más que el de ahora.
Desde su alternativa sevillana y maestrante en 1939 hasta su muerte en Linares en 1947, Manolete fue un figurón del toreo. No hubo quien le mojara la oreja en esos diez años que transcurrieron desde su alternativa hasta su muerte en Linares. Cobraba hasta 300 mil pesetas por tarde.
El único amago de sombra a su liderazgo en el escalafón fue el del mejicano Carlos Arruza y el de un Pepe Luis Vázquez, quizá el torero que más admiró Manolete (“Pepe Luis chorreaba almíbar toreando”, decía). El Sócrates de San Bernardo no pudo, más bien no quiso, ponerle el intermitente de adelantamiento. Quizá porque Manolete no se dejaba ganar fácil la partida. Tenía un amor propio insuperable. Por detrás, luego venían Luis Miguel Dominguín y Antonio Bienvenida. Pero la rivalidad a la hora de disputarle su trono no existió. Murió siendo el rey del toreo.
Manolete tenía un carácter indómito, una fuerza de voluntad y una casta al alcance de los elegidos. Además, todo bañado de un sentido de la responsabilidad frente al público que le obsesionaba. Un torero que nunca estaba mal. Un valor descomunal que despreció la muerte o, mejor, la tenía aceptada. Su figura, su semblante, serio, hierático, taciturno hasta la inexpresión, incorporaba ese sentido marmóreo de la responsabilidad. Lo que también le condujo a la muerte. Su responsabilidad ya no le pertenecía, se la había traspasado a su público que cada vez le exigía más y más. “La gente paga tanto por verme, no puedo defraudarla”, se repetía a sí mismo.
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Su vida privada fue absolutamente reservada. Dicen los suyos que era un pedazo de pan, pero tremendamente tímido. Muy pocos pudieron traspasar más allá de lo que Manolete quiso ceder: una cuidada imagen para la época, construida desde su figura de vela, cara ascética atravesada por cicatriz, traje claro bien embutido y cruzado al estilo inglés, gafas de sol y pelo peinado con fijador. Todo parecía estar construido en torno a él para levantar la tragedia final de su vida. Madre viuda de enmadrado hijo, encontrar la muerte en una Linares minera y obrera, una ganadería tan legendaria como Miura, el toro Islero, y una amante como Lupe Sino.
La Sino, la alcarreña Antoñita Bronchalo Lopesino, el único amor conocido de Manolete, es uno de los enigmas populares del siglo XX. Parece ser que conoció al torero en 1943. En su oscuro pasado todo es siniestro. Algunos dicen que fue canzonetista, otros una posible espía, incluso meretriz. En Chicote de la Gran Vía parece que se conocieron en aquel año. Se vieron a trompicones, pero intensamente. El torero mejicano Luis Procuna relató que en Lima se encerraron Manuel y Lupe Sino más de 15 días en un hotel. El torerísimo Hotel Victoria de Madrid, hoy arrasado por la moda del after work, fue testigo de sus muchos encuentros. Se conoce que en la calle de Hilarión Eslava de Madrid tuvieron un piso donde La Sino vivía mientras Manolete toreaba por España y se recorría la geografía patria en su buick de gasógeno. Se la llevó a Méjico en su segunda temporada, 1946, y además fue de las más exitosas, aunque dicen que la relación entre ellos vino distanciada.
Todo parecía estar construido en torno a él para levantar la tragedia final de su vida. Madre viuda de enmadrado hijo, encontrar la muerte en una Linares minera y obrera, una ganadería tan legendaria como Miura, el toro Islero y una amante como Lupe Sino.
La mitología sobre Lupe Sino se agranda porque ni contó con el apoyo de la madre del torero, doña Angustias, ni con el plácet del círculo más íntimo de Manolete, como eran su apoderado Camará o don Álvaro Domecq. Su pasado zascandil y una carrera labrada en la noche, desorientaban, dicen, al torero. La enigmática figura de La Sino se ensancha por su foto junto al cadáver de Manolete. Ese día estaba en Alhama y la avisó El Chimo. Cuentan que llegó a Linares de madrugada con Manolete, aún con vida, pero que Camará y Domecq le impidieron entrar para que no se casara con el torero in articulo mortis. Sus tacones se oían en la habitación contigua a la de Manolete y Camará salió para exigirle silencio. Pero de la única mujer que se acordó Manolete en el lecho de su muerte fue de su madre: “Qué disgusto le daré a madre”, repetiría varias veces Manolete. En Linares, nadie imploró por Lupe Sino.
Antoñita, que tuvo cierto éxito como actriz en las cinco películas en las que intervino, sobrevivió a Manolete una docena de años. Se fue a Méjico, allí se casó y volvió a España para fallecer en septiembre de 1959. Manolete le ganó la partida de la inmortalidad en Linares.
Dicen que a la tarde mortal de Linares del 28 de agosto de 1947 Manolete no llegó en buenas condiciones. En 1946, salvo una corrida en Madrid, lo pasó en blanco en España. Había comentado ese año de 1947, al terminar la corrida de Badajoz, que tenía pensado retirarse. Estaba cansado. Dominguín, que compartió cartel con el cordobés en la fatídica tarde de Linares, resumió muy bien el cansancio vital de Manuel Rodríguez: “España hizo a Manolete y lo empezaba a deshacer hasta que llegó Islero”.
Era un fumador empedernido, de par de cajetillas diarias, pero poco bebedor y ciertamente dormilón. Venía de triunfar en Pamplona con dos faenones y a Linares se desplazó tras torear antes en Santander. Tras Linares, estaba anunciado en Almería, pero no sabía Manolete que la muerte le tomaría por el brazo allí donde Andalucía se abraza con Castilla, a pie de Despeñaperros.
En Linares se hospedó en el Hotel Cervantes. Le esperaba una corrida de Miura. Los toreros de antes no rehuían los hierros duros. La tarde de Linares compartía cartel con el elegante Gitanillo de Triana y con un jovencísimo Luis Miguel Dominguín, que venía arreando: “El nene viene con la escoba en la mano”, dijo de él Manolete, tras verlo de becerrista en Albacete años atrás.
La corrida, hasta que salió el quinto toro, Islero, transcurrió con normalidad. Manolete le cuajó una faena de las suyas y, cuando cuadró para matar con las orejas ya en el esportón, mató en la suerte contraria, hacia las tablas el toro, cuando dicen que Islero pedía la suerte natural, hacia los medios. El toro, que venía avisado, lo prendió por el triángulo de scarpa. Ahí están las fotos de Canito. Lo demás ya lo sabemos. Reconstrucción por el doctor Garrido del paquete vascular, transfusiones (y el mito de si recibió una dosis de sangre experimental americana que acabó con él), imposibilidad de llevarlo a Madrid, llamada a las figuras de las cirugías taurinas, como Tamames y Jiménez Guinea, para desplazarse a Madrid, traslado en camilla de la enfermería de la plaza al Hospital de Linares y muerte final, esa muerte con la que Manolete dialogó, frente a frente y desde la cuna, hasta que una tarde de verano le embalsamó el rostro en Linares. “Qué disgusto le daré a madre”, fueron sus últimas palabras antes de que la negra parca le cerrara los ojos.
Un monstruo, Manolete, vino a vernos hará cien años ahora en julio. Y se fue muy joven, tan solo treinta veranos, martirizado al servicio de la Fiesta. A beneficio de inventario de esa tauromaquia milenaria que necesita, de tarde en tarde, que uno de los oficiantes del culto al mítico y milenario uro se inmole para seguir adelante. Como luego Paquirri en Pozoblanco, El Yiyo en Colmenar o Víctor Barrio en Teruel.
¡Gloria a Manolete!
Su vida política sirve para explicar el periodo que llevó a España desde la monarquía de Alfonso XIII hasta la Guerra Civil.