Carmen Sánchez Maillo | 17 de junio de 2017
Con demasiada frecuencia, nos encontramos con cambios legales que generan situaciones verdaderamente absurdas y faltas de lógica. La última consiste en la reforma de la determinación de la filiación. Se elimina la secular costumbre de dar prioridad al apellido paterno sobre el materno. De manera que, de no haber acuerdo entre los padres, será el funcionario de turno del Registro Civil quien decidirá cuál de los apellidos habrá de ir primero.
Tradicionalmente, venía siendo de este modo en nuestro país por razones históricas. En otros lugares de Europa se produce de manera diferente. Por ejemplo, en el mundo anglosajón y germánico las mujeres pierden su apellido al casarse. En la cultura lusa, sin embargo, el apellido que precede es el de la mujer frente al del varón.
En el cambio que se ha producido en nuestro país, laten, a mi juicio, tanto razones de falso igualitarismo, de desprecio a una tradición secular, como un evidente guiño a la influencia de la ideología de género. Así, la elección del orden de los apellidos en los hijos de parejas de personas del mismo sexo habrá de ser por consenso y ese mismo consenso quiere imponerse a la familia natural, obviando una práctica no discutida y aceptada sin conflicto alguno.
La cuestión de los apellidos pudiera parecernos trivial o inútil y, sin embargo, no lo es en absoluto. Un apellido se puede llevar con honra, con rubor, con normalidad o con tontería. Con honra, cuando los antepasados realizaron méritos, hazañas, pequeñas o grandes gestas, o simplemente cuando fueron unos seres extraordinarios que ayudaron a la gente o que destacaron por su inteligencia, su bondad o por tantas cosas nobles o dignas por las que las personas podríamos destacar.
Una estirpe puede caer en desgracia, tras una etapa de reconocimiento, si alguno de sus miembros mancha con su conducta el prestigio de la familia. Todos tenemos en mente ilustres ejemplos que personifican esta idea.
La preferencia del apellido paterno en los hijos se elimina a partir del día 30 https://t.co/ua6NlCkslj
— ABC.es (@abc_es) June 14, 2017
No podemos desconocer que la trivialidad es inherente al ser humano. Un apellido “conocido” puede ser llevado por los herederos sin la dignidad de su origen y sin que su conducta merezca la estima ganada por sus ancestros.
Lo queramos o no, a las personas se nos identifica por los apellidos, una familia de hermanos en un colegio, entre amigos, de ascendientes dedicados a la política, al teatro, a la literatura, a la medicina, a la universidad o a cualquier oficio. De hecho, nuestro Señor heredó el oficio de carpintero y contó con una genealogía de patriarcas y reyes descrita detalladamente en Lc. 3, 23-38. En este orden de cosas, cobran aquí todo su sentido las palabras y la experiencia del cardenal Nguyen Van Thuan, quien nos explica en su obra Testigos de esperanza: «Para los asiáticos, y en especial para mí, que soy vietnamita, el recuerdo de nuestros antepasados tiene un gran valor. Según nuestra cultura, guardamos con piedad y devoción en el altar doméstico el libro de nuestra genealogía familiar. Yo mismo conozco los nombres de 14 generaciones de mis antepasados, desde 1698, cuando mi familia recibió el santo bautismo. A través de la genealogía nos damos cuenta de que pertenecemos a una historia que es más grande que nosotros. Y captamos con mayor verdad el sentido de nuestra propia historia.
No se puede decir mejor.