Justino Sinova | 25 de julio de 2017
Todavía se oye y se lee por ahí que el presidente del Gobierno es el hombre que no hace nada. Se le retrata como un político que solo tiene el plan de dejar pasar el tiempo para que las cosas se arreglen solas. Su caricatura de hombre tumbado a la bartola ha causado estado. Si España ha superado la crisis económica, ha sido por las gestiones realizadas o impuestas desde la Unión Europea; si se evitó el rescate, fue por decisiones o favores de Bruselas; si crece el empleo, es porque soplan vientos favorables en la economía mundial… Ese repetir tópicos establecidos es prueba de una pereza mental que no siempre viene producida por las olas de calor. Manuel Azaña, que tenía raptos de malas pulgas, despachó una vez un fenómeno parecido diciendo que en Madrid las tonterías abundan más que las acacias. Hoy tenemos que advertir que Madrid es solo un ejemplo porque, con el auge de la comunicación, hay simplezas que circulan por todas partes.
No digo esto con el exclusivo afán de amparar a Mariano Rajoy, que es algo que no está en mis funciones y que él y su gente pueden realizar con suficientes medios a su alcance (y si no lo hacen, ellos sabrán por qué). Lo digo porque, como ciudadano español, tengo el máximo interés en que el Gobierno de todos los españoles impida el golpe de Estado que los independentistas catalanes pretenden consumar; y porque por fin observo, con cierta satisfacción aunque no exenta por completo de impaciencia, que las decisiones del Gobierno frente a los sediciosos causan efecto y están haciendo imposibles sus planes.
? Encaramos el 1-O con tranquilidad, serenidad y sobre todo con mucha firmeza @PPopular?? https://t.co/4VyF14ScQ1 pic.twitter.com/BQG0JP76DZ
— F. Martínez-Maillo (@martinezmaillo) July 23, 2017
Hay algo que el Gobierno de España no ha hecho y ha sido incendiar el debate y el enfrentamiento público con los independentistas sublevados, lo que les ha privado de argumentos y pretextos para hacerse los damnificados, los perseguidos y los mártires. Qué más habrían querido Carles Puigdemont, Oriol Junqueras y Carme Forcadell que un guardia civil uniformado les llevara un papelito, aunque fuera una invitación al teatro. Les habría faltado tiempo para montar ellos mismos su formidable teatro de asediados y hasta Artur Mas habría alegrado sus desconsolados días en los que cumple la inhabilitación política que le ha impuesto la Justicia.
Lo que sí ha hecho ha sido tomar decisiones que han cercado a los golpistas. Una de ellas, importantísima, la reforma de la ley orgánica del Tribunal Constitucional con el objetivo de darle poderes extraordinarios para hacer cumplir sus resoluciones, iniciativa que el Partido Popular sacó adelante en el Congreso la legislatura pasada con la oposición de los demás partidos. Ha sido también definitiva la constante denuncia ante los tribunales de actos encaminados a organizar el referéndum ilegal. El Gobierno ha recordado discretamente a los funcionarios, y también a los políticos autonómicos, su deber de cumplir la ley y la responsabilidad en que podrían incurrir de no hacerlo. Ya se ha visto, por ejemplo, cómo han reaccionado los Mossos y otros funcionarios proclamando su respeto a la ley, y cómo han ido cayendo cargos públicos de la Generalitat ante el riesgo de serios quebrantos personales. Y tras otras muchas medidas, conocidas o menos conocidas, el Gobierno ha tomado ahora la determinación de pedir a la Generalitat un informe semanal del empleo de los recursos económicos para impedir que destine partidas a la organización de la consulta ilegal.
El resultado es que, a poco más de dos meses del 1 de octubre, fecha fijada para el referéndum, los secesionistas carecen de lo indispensable para consumar su desafío y se exponen a serios peligros personales: no pueden disponer del censo y cualquier acción para lograr algo similar los convierte en delincuentes; no pueden comprar urnas porque el Gobierno cortaría las transferencias a Cataluña en cuanto detectara el gasto; no pueden contar con todos los ayuntamientos, entidades clave en consultas y elecciones, porque los funcionarios en su mayoría no quieren exponerse a perder su empleo; no pueden conseguir el concurso de los Mossos, cuyos sindicatos han advertido que se dedicarán a cumplir la ley, esa ley que los independentistas pretenden violar; no les servirá ampararse en voluntarios porque no podrán ser anónimos, sino que habrán de identificarse y exponerse a ser sancionados por los tribunales; no podrán evitar que alguien firme disposiciones, normas de organización, etc., con la procedente atribución de responsabilidad y que esas normas sean inmediatamente denunciadas y anuladas por los tribunales; no pueden pretender que el ridículo de hacer una ley secreta les sirva para algo más que para obtener la rechifla de los demócratas…
Es verdad que los secesionistas han mostrado hasta ahora perseverancia para romper España, pero más allá de su estado de ánimo se encuentran la ley, los tribunales, las sanciones, el rechazo de los catalanes no independentistas, el hartazgo de los demás españoles y la reprobación de la comunidad internacional. Este es el marco que ha construido el Gobierno con discreción, con un exceso de discreción en cuanto no se ha esforzado en tranquilizar suficientemente a los españoles. Pero es evidente que ha levantado una barrera frente a los independentistas y su maquinado referéndum. Lo ha hecho con el apoyo de unos partidos (Ciudadanos, Coalición Canaria, el actual PNV…), con el rechazo de otros (Podemos, Bildu y minorías de extrema izquierda) y con los titubeos del PSOE. La última medida, el control de los gastos de la Generalitat, no le ha entusiasmado a su líder, Pedro Sánchez, que ya advirtió que tampoco apoyaría la aplicación del artículo 155 de la Constitución (que, en contra de lo que se dice, no determina la suspensión de una comunidad autónoma, sino la aplicación de medidas para que cumpla “las obligaciones que la Constitución u otras leyes le impongan” o para impedir que actúe de forma “que atente gravemente al interés general de España”). La fórmula de Sánchez es el diálogo, pese a que los independentistas se niegan a mantenerlo, una propuesta federal que no explica y un reparto de culpas entre el Gobierno de España y la Generalitat, que es lo más parecido a una ficción. El Gobierno carece del apoyo del PSOE salvo en la declaración programática del no al referéndum. En la práctica, el “político que no hace nada” se llama Sánchez.