José Ignacio Wert Moreno | 15 de noviembre de 2016
El regreso a la ciudad natal, tras algún largo paréntesis, es una constante en el cine. El ciudadano ilustre vuelve a ese lugar común a través de la figura de Daniel Mantovani, insigne literato argentino ganador del Nobel que los caprichos del destino le negaron a Borges. De él sabemos algunas cosas, gracias a unas secuencias de presentación francamente logradas. Hizo malabares para aceptar el galardón –y embolsarse el dinero- sin reverenciar a los reyes de Suecia. Vive solo en Barcelona en una magnífica mansión que nos hace suponer que, además de tener el favor de la crítica, los libros de Mantovani deben venderse estupendamente en las tiendas. Despacha aburrido con su asistente (Nora Navas) las estrambóticas peticiones que le llegan de todas partes del mundo. Para sorpresa de ésta, Mantovani decide aceptar la invitación que le cursa Salas, su pueblo natal. Hace 40 años que no lo pisa y, sin embargo, sus paisajes y personajes han inspirado todas y cada una de las creaciones literarias de Daniel. Todos sus intentos de beber en otras fuentes han sido vanos.
EL CIUDADANO ILUSTRE (****)
(Argentina, 2016)Dirección: Mariano Cohn, Gastón DupratGuión: Andrés DupratReparto: Óscar Martínez, Dady Brieva, Andrea Frigerio, Belén Chavanne, Nora Navas, Iván Steinhardt, Manuel Vicente, Marcelo D’Andrea, Gustavo Garzón, Emma RiveraDuración: 118 minGénero: Drama / ComediaTras este ágil prólogo, la película se asienta ya en el pueblo. El público pasará a verlo a través de los ojos de Mantovani. El guión de Andrés Duprat dibuja al escritor a base de buena parte de las ideas preconcebidas que el común de los mortales albergamos sobre los popes de las letras. Arrogante, algo endiosado, torpe en las distancias cortas. Falto en la vida real del talento que derrocha en la creación de ficción. De este modo, la cochambrosa localidad le presenta pocos atractivos, por más que la mínima buena educación que mantiene le obligue a mostrarse agradecido ante la multitud de homenajes que sus paisanos –no siempre lectores de su obra- le prodigan. Durante este tramo la apuesta es por un tono es abiertamente cómico. Se producen no pocos gags afortunados que mueven al espectador a la sonrisa. La imagen de Mantovani saludando como un dignatario, subido a un coche de bomberos junto a la “reina de belleza” local, es quizá el mejor resumen de esa primera toma de contacto con la historia.
Pero, habrán adivinado, El ciudadano ilustre es una película sobre reencuentros. En este caso, el solterón Mantovani habrá de volver a verse cara a cara con Irene, la novia a la que abandonó cuarenta años atrás, ahora casada con uno de sus mejores amigos de entonces. Tendrá más interacciones con otros miembros de la familia, pero éstos no se pueden desvelar sin entrar en el terreno del “spoiler”.
Es difícil ver la película tras su exitoso paso por los festivales de Venecia y Valladolid, que, unida a su selección por Argentina para competir por el Óscar al mejor filme de habla no inglesa, le imponen una aureola de “título de la temporada” que, mucho nos tememos, le queda un poco grande. Que nadie se asuste: El ciudadano ilustre es una cinta agradabilísima que ninguna persona lamentará haber visto. Sin embargo, está lejos de esa redondez que se le atribuye. El principal escollo, no menor, es el error de cálculo con su metraje. (Una pequeña digresión: ¿cabe seguir hablando de “metraje” ahora que las copias que se exhiben proceden de archivos digitales?). Dividida en capítulos, cuya numeración y título se sobreimpresiona en pantalla -¿estructura de novela como guiño en una película protagonizada por un novelista?- la cinta se queda a sólo dos minutos de las dos horas. Mala idea en general y especialmente desafortunada en este caso. El relato está estirado, y parece condenado a repetir ideas hasta alcanzar el desenlace. Un montaje más ágil habría tenido consecuencias enormemente beneficiosas sobre este filme.
En algo no se equivocan las elogiosísimas reseñas que precedieron a su estreno. Óscar Martínez, obligado a echarse todo el peso del proyecto sobre los hombros, está excelso. Quién esto firma le descubrió, asombrado, en aquella versión de Arte que llegó al Infanta Isabel con el reclamo de Ricardo Darín. Darín estaba estupendo, huelga decirlo, pero quedaba ensombrecido por Martínez, que hacía maravillas con el mejor papel de la función; el más descreído de los tres amigos que se pasan hora y media –sin entreacto- discutiendo sobre un lienzo en blanco “con una finíiiiiiisima línea blanca”. Cometimos el error de perderle la pista hasta hace un par de años, en el que protagonizaba uno de los mejores Relatos Salvajes de Damián Szifrón. Disfrutar de su interpretación en El ciudadano ilustre ya justifica el pago de la entrada.