Fernando Jáuregui | 18 de agosto de 2017
“Yo ya no sé qué tiene que pasar en Cataluña para que la gente reaccione”. Esta frase me fue transmitida hace unas horas por WhatsApp por un amigo residente en Girona, militante –quizá ya exmilitante— de la antigua Convergencia, fuertemente nacionalista y muy poco independentista –creo-. Lo telefoneé: “¿Qué va a pasar ahí?”, le dije, pregunta por lo demás tópica. “No lo saben ni ellos; pero yo sí sé que no quiero estar aquí cuando pase lo que pase, porque algo pasará”.
Hablamos largamente. Antes, él me había presentado -eran otros tiempos- a un político de tercera fila, próximo a Carles Puigdemont, que entonces era el alcalde de la ciudad y tenía tras de sí un currículum académico y político perfectamente descriptible: definitivamente corto. Me transmitió un panorama de desesperanza: “¿Tú crees que un país, y Cataluña es un proyecto de país, puede estar gobernado ‘de facto’ por algo como la CUP?” Y añadió: “¿Tú crees que los catalanes pueden sentirse representados por lo que hay en la plaza de Sant Jaume, Ada Colau en un lado, Puigdemont y gente como Raül Romeva en el otro?” No y no, le dije. Él estaba preocupado. Yo, desde luego, también. Y me parece que, aunque el CIS no cite el tema entre las principales angustias de los ciudadanos, esa ‘pasión de catalanes’ inquieta a muchos millones de españoles. ¿Adónde van, adónde vamos?
Meditando luego las cosas que hablé con mi amigo, yo mismo concluí que, efectivamente, a saber qué diablos tiene que ocurrir en Cataluña para que la gente de izquierda, de derecha, de centro, las clases medias, la burguesía, los intelectuales, los empresarios, el banquero de siempre digan ‘basta’ a la locura. La corrupción está demostrada y no puede ser mayor. El fracaso en la ‘ofensiva internacional’ está más que evidenciado. Las contradicciones políticas de todo orden son cotidianas. Las medias verdades, casi tantas como las medias mentiras. La libertad de expresión digamos que es mejorable. Y, encima, eso: lo de la CUP y lo de la Plaza de Sant Jaume…
La Candidatura de Unidad Popular es un contrasentido en un país occidental. Situada al borde de la parte de fuera del sistema, con un lenguaje y un programa de ingenuidad propios de la ‘parte mala’ de Mayo del 68, la CUP tiene, sin embargo, años de rodaje: fue creada en 1986 y, desde entonces, de manera lenta pero progresiva, ha ido ascendiendo en el favor del electorado, que sigue siendo, cierto es también, enormemente minoritario en su caso: hoy, no tiene ni el ocho por ciento de los parlamentarios autonómicos y su representación municipal se sitúa en menos de un cinco por ciento. Sus portavoces, llámense David Fernández o Anna Gabriel, que es la que más aparece últimamente, evidencian un ‘estilo alternativo’ que poco se compadece con los usos parlamentarios en los países democráticos (verdad es que ellos tampoco quieren que se parezca). Son gentes que se iniciaron desde muy pronto, a los dieciséis o diecisiete años, en una llamada ‘lucha antifascista’, cuando en España hacía años que había calado la democracia.
Y, obviamente, sus acciones, en nombre propio o ejercidas por la ‘rama juvenil’ más o menos ligada a la CUP, Arran (quinientos militantes, dicen fuentes policiales, que les siguen la pista desde hace tiempo), desesperan a los rectores de la Generalitat, que consideran que las posiciones de la CUP, por su extremismo, miopía y falta de realismo, hacen peligrar aún más el ‘procés’ hacia la independencia.
Pero, claro, sin el apoyo de la CUP, Puigdemont no duraría ni unas horas en el ‘lado oeste’ (o este, según desde donde se mire) de la mentada plaza de Sant Jaume, es decir, en el Palau de la Generalitat. Y eso da fuerza a la Candidatura extremista para dictar sus condiciones: acelerar el camino hacia la secesión, desobedecer cualquier dictamen, resolución o sentencia del Tribunal Constitucional y de los ‘tribunales españoles’, separar a los altos cargos más ‘tibios’ con este ‘procés’… Puigdemont, que, según no pocos datos, se encuentra angustiado ante la cada vez mayor proximidad de la ‘línea roja’ que marca el 1 de octubre, porque sabe que el experimento, sí o sí, va a salir mal, no tiene ahora otro remedio que tragarse los sapos que cada día le sirve la CUP… y seguir caminando hacia la destrucción. Creyéndose Companys, eso sí.
La CUP assegura que no s'acatarà la suspensió del TC i seguiran endavant #ProcésConstituent https://t.co/T7qz43IlSM pic.twitter.com/A1DqMisf3x
— CUP Països Catalans (@cupnacional) August 1, 2016
Aunque, por supuesto, los diversos responsables de áreas de la Generalitat, así como en el Parlament, protestan crecientemente ante las ‘salidas de tono’ de la muchachada de la Candidatura: “Así no hay quien haga la independencia”, se burlaba mi interlocutor, que, en las últimas elecciones, votó a Junts pel Sí, dándome el siguiente argumento para ello: “De acuerdo, puede que yo no sea independiente, pero voy a votar a JPS para darle una patada en los collons a Mariano Rajoy, porque la independencia es imposible, no hay peligro”.
Creo que ahora ha tenido ocasión de reflexionar largamente sobre aquella patada, que no sé si fue a las, ejem, espinillas de Rajoy o a las de todos nosotros. Creo que, también con un argumento testicular, él fue uno de los muchos que votó a Ada Colau. Y sospecho que no hay otra justificación más que esta, la de la testosterona convertida en patadón a las estructuras ‘de Madrid’, para aclararnos qué son esos chicos de la CUP, que de política saben tanto como de politeness, o sea, más bien tirando a poco. Y son ellos, ay, quienes tienen ahora la sartén por el mango y los que, como los hermanos Marx (los del cine, ya sabe), van echando madera, más madera, a la locomotora que se dirige a toda velocidad hacia el choque de trenes.
Aunque tampoco sé muy bien dónde está aguardando el tren situado en el lado de acá, ni si Rajoy logrará convertir el AVE, al menos en esta ocasión, en uno de esos ferrocarriles de utillería, de pega, en los que viajaba Buster Keaton. Y entonces todo será una gran burla en la que la CUP habrá ejercido de payaso. Dios nos oiga, concluye mi amigo, que va en uno de los vagones de cola y ya se ha abrochado el cinturón de seguridad, por si acaso.
Quim Torra ha ordenado descolgar los lazos amarillos de los edificios públicos. El presidente de la Generalitat dispara para seguir haciendo ruido y se esconde tras el humo. Sánchez no da la cara y es el Poder Judicial el que defiende el Estado de derecho.