Mariano Alonso | 29 de agosto de 2017
El Pacto Antiyihadista es -parafraseando a Raimón– hijo de un tiempo y de un país. De un tiempo: el posterior al 11-S, en el que el yihadismo se ha convertido en la principal amenaza terrorista que ataca a naciones de todas las latitudes y a ciudadanos de toda ideología o credo (mayoritariamente el musulmán). De un país, España, golpeado por ese terrorismo desde el atentado contra el restaurante El Descanso en 1985, un lugar frecuentado entones por los americanos de la base de Torrejón de Ardoz; pero, particularmente, el 11 de marzo de 2004 en Madrid y ahora en Barcelona, la otra gran ciudad española. De un país, también, pionero en sufrir los embates del terrorismo autóctono, que asesinaba a ritmos escalofriantes durante la Transición y el inicio de la democracia (un centenar de muertos solo en 1980), bajo símbolos ideológicos extremamente opuestos (la ETA y el GRAPO o la extrema derecha de grupos como el Batallón Vasco Español); y de un país que, durante décadas, con el sistema de libertades ya consolidado, resistió el zarpazo cada vez más brutal de los etarras.
Si ajustamos más el foco, el acuerdo que suscribieron a principios de 2015 -tras el atentado en París contra la Redacción de Charlie Hebdo- el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, y el líder del PSOE, Pedro Sánchez, es hijo de una tradición de nuestra democracia que comienza en 1988 con el Pacto de Ajuria Eenea. Un acuerdo suscrito por los partidos democráticos vascos, que continúa en el año 2000 con el Pacto por las Libertades y Contra el Terrorismo, que firmaron José María Aznar y José Luis Rodríguez Zapatero. Y es también, en los términos de trinchera política nunca del todo insoslayables aun en asuntos de tanta envergadura, un pacto que firman dos partidos acostumbrados a ser mayoritarios justo cuando esa hegemonía comenzaba a declinar como consecuencia de la irrupción de la llamada “nueva política”, encarnada en Podemos y Ciudadanos. De ahí, en parte, que ninguno lo firmara inicialmente, aunque luego sí lo hicieran los de Albert Rivera. Los de Pablo Iglesias, a día de hoy, siguen sin hacerlo, pero con la peculiaridad de asistir a las reuniones del mismo -la última cuatro días después del atentado de Las Ramblas- en calidad de observador, como también lo han hecho los nacionalistas vascos y catalanes.
Al margen de otras consideraciones sobre política internacional, la discrepancia mayor radica en la prisión permanente revisable de la última reforma del Código Penal, que entró en vigor en julio de 2015 (una modificación legal a la que instaba el propio pacto para, por ejemplo, tipificar como delito de terrorismo el desplazamiento al extranjero para incorporarse o colaborar con una organización terrorista) y a la que se oponen los partidos de la izquierda. Ocurre que, precisamente por ello, y en aras de salvaguardar el acuerdo, el PSOE pactó una redacción que permitía, y permite, salvar la discrepancia. El texto contempla que a los asesinatos terroristas “les será siempre aplicable la máxima pena privativa de libertad recogida en el Código Penal”. Es decir, en la actualidad, la permanente revisable o, eventualmente, cualquier otra pena máxima que un futuro gobierno -por ejemplo uno de PSOE y Podemos- pudiera establecer mediante una nueva reforma del Código Penal.
Preguntados, desde los atentados del pasado 17 de agosto, los dirigentes de Podemos de por qué no quieren suscribir el acuerdo -algo a lo que con insistencia creciente les invita el Gobierno-, han aludido a cuestiones de política internacional, como las relaciones de España con las petromonarquías del Golfo Pérsico. A finales de 2015, después de que el yihadismo golpease por segunda vez en el mismo año a Francia, Pablo Iglesias reprochó a los firmantes del pacto que pusieran demasiado “el acento en el derecho penal”. Un derecho penal cuya revisión admite, como se ha explicado, la literalidad del acuerdo. Tampoco parece que cuestiones de política internacional, como las relaciones con Arabia Saudí o Catar, estén limitadas por alguno de los ocho puntos redactados por populares y socialistas, por lo que la formación morada debería precisar -así como ERC, el PdeCat y el PNV- el porqué de su resistencia a firmar un acuerdo a cuyas reuniones acuden y que podría, en los próximos meses, adquirir mayor carta de naturaleza. Ciudadanos ya ha pedido que el Gobierno elabore un informe, con aciertos y fallos, sobre la respuesta policial dada al atentado de Barcelona y que las reuniones del pacto se realicen con una mayor periodicidad, incluyendo a los Ministerios de Defensa y de Exteriores, y no solo a Interior, en las mismas.
Podemos, un partido ya central del sistema español, debería sumarse sin resquicio alguno al consenso democrático en la materia más sensible o, en caso contrario, explicar nítidamente sus discrepancias con los ocho puntos del acuerdo.
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