Alejandro Rodríguez de la Peña | 17 de noviembre de 2016
Sánchez Adalid es, sin duda, uno de los mejores escritores españoles actuales en el campo de la novela histórica y esto es decir mucho, ya que estamos hablando de un ámbito enormemente fecundo en los últimos años en nuestro país no sólo por su calidad sino por su aceptación popular, con títulos con cientos de miles de ejemplares vendidos.
Este sacerdote de la diócesis de Mérida ha optado en la mayor parte de sus novelas por la temática histórica relacionada con la historia del Cristianismo o de la España cristiana consiguiendo siempre seducir a los lectores al tiempo que muestra un notable rigor histórico sin caer nunca en una apologética burda.
Al contrario, con gran inteligencia y penetración psicológica, en sus muchas novelas publicadas hasta ahora ha logrado algo muy difícil de conseguir: compaginar una narrativa ágil y amena con un relato histórico que ilumina cuestiones complejas casi siempre relacionadas con mostrar al lector el verdadero rostro del Cristianismo y de los cristianos de otras épocas. Y lo hace sin esquivar sus matices y contradicciones, pero poniendo el acento en aquello que hace del hecho cristiano algo único e irrepetible.
De la mano de Sánchez Adalid hemos conocido en El Mozárabe, posiblemente su mejor novela, la realidad de los cristianos de la Córdoba Omeya del siglo X. También están ambientadas en la época de la Reconquista El Camino mozárabe, Alcazaba y El alma de la ciudad, siendo siempre el al-Andalus desde la perspectiva de los cristianos una de sus referencias narrativas primordiales. Pero también nos ha mostrado con mano maestra la realidad de los cristianos de los primeros siglos de la Iglesia en novelas como La Luz del Oriente, Félix de Lusitania o Los milagros del vino.
El protagonista de la novela encarna, en sus peripecias, el trayecto vital de tantos refugiados cristianos que huyeron de la intolerancia islámica en dirección a Occidente
En la novela que nos ocupa Sánchez Adalid ha vuelto a conseguir componer un relato ágil, muy bien escrito en particular en descripción de los escenarios y personajes de la Siria Omeya del siglo VIII. Al mismo tiempo su narración está llena de sugerentes guiños históricos para el conocedor del periodo, como la aparición inesperada de uno de los grandes doctores de la Iglesia de la Antigüedad Tardía, San Juan Damasceno, quien aparece en el trascurso de la novela sin ser apenas advertido por el lector no iniciado.
Ahora bien, el logro más llamativo de esta obra es, a mi juicio, el itinerario vital del joven sirio protagonista, quien encarna en sus peripecias y avatares el trayecto vital de tantos refugiados cristianos que huyeron de la intolerancia islámica hacia el Occidente latino. Muchos de ellos, nada menos que cinco, alcanzaron el solio pontificio entre los siglos VII y VIII. Otro, Teodoro de Tarso, fue elevado al arzobispado de Canterbury y como primado de la Iglesia de Inglaterra llevó la cultura y la ciencia bizantino-sirias a los reinos anglosajones sumidos entonces en la barbarie.
España consiguió recuperar la libertad perdida tras ocho siglos de Reconquista. Desgraciadamente los cristianos de Siria aún siguen padeciendo este flagelo
Sánchez Adalid logra con gran talento narrativo reconstruir el contexto histórico de persecución y presión social que llevó al comienzo de la lenta agonía del Cristianismo en Siria, tierra de padres de la Iglesia y de santos donde la Iglesia primero conoció el nombre de cristiana (Antioquía, año 37). Una agonía que continúa hoy día ante nuestros ojos todos los días en los telediarios.
Se requiere no sólo talento, del cual Sánchez Adalid anda sobrado, sino también valentía para abordar con la libertad de espíritu con que lo hace esta temática tan delicada y sensible de la persecución de los cristianos a manos del Islam antes y ahora, una temática polémica ante la que muchos prefieren volver el rostro e ignorarla.
Sánchez Adalid lo ha hecho con brillantez. Su novela comienza con el exilio del último obispo de la Toledo visigoda en Roma, huyendo de la invasión musulmana del año 711. A las puertas de las murallas de Roma los exiliados hispano-godos son acogidos con afecto por otro refugiado, el Papa Constantino, él mismo procedente de la Siria ocupada por el Islam Omeya. Este encuentro a las puertas de Roma simboliza la comunión entre los cristianos de Occidente y Oriente. Y también expresa la cruda realidad de una Iglesia perseguida en Siria y España, en los dos confines del Mediterráneo.
España consiguió recuperar la libertad perdida tras ocho siglos de Reconquista. Desgraciadamente los cristianos de Siria aún siguen padeciendo este flagelo. Cabría preguntarse si la reacción de los cristianos de Occidente ha sido tan generosa como la de los del siglo VII con sus hermanos perseguidos de Oriente.