Hilda García | 21 de septiembre de 2017
Oulalà! ¡Qué disgusto tenemos! Ahora que creíamos que en Europa todos (o casi todos) íbamos a una, resulta que el patio anda algo revuelto. Y es que el vecino de arriba -que suele ser el más molesto- ha prohibido a nuestra querida «ñ» cruzar los Pirineos.
Parece una broma, pero es cierto. Un tribunal de la localidad de Quimper (Bretaña), en el noroeste de Francia, ha denegado a unos padres, Jean-Christophe y Lydia Bernard, el derecho a inscribir a su hijo con el nombre de Fañch. La Justicia gala estima que la virgulilla (signo ortográfico de forma de coma, rasguillo o trazo, según el Diccionario de la RAE) atenta «contra la unidad del Estado y la igualdad sin distinción de origen». Casi nada.
La contundente sentencia, dictada el pasado mes de julio, establece que la voluntad paterna tiene límites y la utilización de un signo foráneo no reconocido por la lengua francesa es uno de ellos. Y ese “signo” tachado de “ilegítimo” no es otro que la españolísima ñ.
De nada ha valido que esta consonante sea un rasgo cultural distintivo de la Bretaña, pues en este polémico caso parece ser que ha prevalecido la homogeneización del idioma en todo el territorio galo. O sea, que el centralismo ha pesado más que el respeto hacia las peculiaridades regionales.
No puede ser, pensarán ustedes, no es propio de la ilustrada patria que hizo suyo el lema “Liberté, égalité y fraternité”. ¿Dónde está la tan cacareada libertad, si unos padres no pueden elegir un nombre que no atenta contra nada ni nadie? ¿Dónde queda la igualdad de derechos entre los progenitores de las distintas regiones? ¿Y la fraternidad que hermana a los pueblos y evita conflictos?
Así las cosas, la duda que nos asalta es si la decisión judicial habría sido la misma ante cualquier signo que no perteneciera al alfabeto francés o si, por el contrario, ha habido ensañamiento por tratarse de una letra que en todo el mundo se identifica con nuestro idioma.
Rebuscando en la historia, podemos pensar que el rechazo viene de lejos. Quizá a los compatriotas de Macron les resulta difícil olvidar que, hace más de 200 años, una ñ fue su perdición. Nos referimos a la que porta en su apellido el general Castaños, artífice de la victoria española en la batalla de Bailén, que selló el principio del fin del Imperio Napoleónico, en 1808. Con la ñ se toparon.
Pero, ¿qué tienen los franceses contra los “adornos” sobre las letras? A principios de los 90, se levantó una gran polémica en ese país cuando se decidió suprimir el acento circunflejo, el conocido como «chapeau», un inofensivo “sombrero” que a nadie molestaba. Ese mismo que permite distinguir a un pescador (pêcheur) de un pecador (pécheur) o una tarea (tâche) de una mancha (tache). En breve, esa medida se trasladará también a los libros de texto.
No hay duda de que el idioma es un valioso patrimonio que hay que preservar frente a los extranjerismos, una amenaza cada vez más acuciante, pero llevarlo a esos extremos se nos antoja un tanto intolerante. Si nosotros siempre hemos respetado el acento circunflejo galo, nuestra ñ debería exigir el mismo trato.
Pero lo comprendemos, contar con una letra tan avanzada en nuestro alfabeto genera envidias. Y es que el origen de esta consonante, caracterizada por un sonido sonante, nasal y palatal, se remonta a la Edad Media. Tiene su razón de ser en la economía del lenguaje y el ahorro de papel: a la hora de copiar o traducir libros, en los monasterios se empezó a utilizar la n con la característica tilde en lugar de la doble nn latina.
Por ello, nuestra ñ es mucho más que una letra, es un verdadero símbolo de progreso, «un salto cultural de una lengua romance que dejó atrás a las otras al expresar con una sola letra un sonido que en otras lenguas sigue expresándose con dos». Así la definió el escritor colombiano Gabriel García Márquez, premio Nobel de Literatura.
No obstante, lo que no todos saben es que esta consonante no es exclusiva del alfabeto español, sino que está presente en otros, como el mapuche, el filipino o el quechua. También existe en algunas lenguas patrias, véase el gallego o el asturiano.
En otros idiomas, sin embargo, esa doble n no ha evolucionado tanto como para reducirse a un solo signo, sino que ha derivado en grafías como “ny” en catalán, “gn” en francés y en italiano o “nh” en portugués.
A pesar de ese virtuosismo que la capacita para hacer dos cosas a la vez, la incomprendida ñ sufre una clara discriminación respecto a sus compañeras. Por ejemplo, se puede utilizar en los dominios de internet, pero no se admite en las direcciones de correo electrónico.
El ninguneo a esta consonante no es nuevo. En el año 1991, la entonces Comunidad Económica Europea impulsó el proyecto de algunas empresas que amenazaban con comercializar teclados de ordenador sin ñ. La Real Academia Española salió en su defensa argumentando que tal decisión suponía «un atentado grave contra la lengua oficial». Con el fin de proteger a esta letra, el Gobierno español aprobó el Real Decreto 564/1993, de 16 de abril, al amparo del Tratado de Maastricht, que permite excepciones de carácter cultural.
En vista de los acontecimientos pasados y presentes, todo parece indicar que en la Unión Europea hay libre circulación de personas, mercancías y capital, pero no de consonantes. O sea, que nada nos impide ir a Francia a vivir, a trabajar, a hacer negocios… eso sí, siempre y cuando dejemos la ñ en casa. Todo muy lógico.
Aunque, bien pensado, la teoría francesa de que la ñ tiene tanta fuerza que es capaz de unir o de separar a una nación puede tener su lógica. Quizá por eso una parte de España no se siente Cataluña, sino Catalunya, y quiere independizarse del resto. Claro, el idioma catalán no tiene ñ y eso marca distancia. ¿Cómo no se nos había ocurrido antes? Sin duda, hemos subestimado a la que creíamos una inocente n con sombrerito.
No lo tomemos a la ligera. Esta decisión de la Justicia francesa nos afecta más de lo que creemos. Si la ñ no existe, ya no vamos a poder ir a la Bretaña ni a Perpiñán. Tampoco leer las aventuras del intrépido Dartañán y sus mosqueteros. Habrá que cambiar el nombre a la famosa obra picassiana «Las señoritas de Aviñón». Y no podremos beber coñac. Una lástima.
No nos empeñemos: meter cizaña y añadir leña a la añeja riña ñoña no conduce a nada. No vamos a formar otro 2 de Mayo. Firmemos, pues, la paz con nuestros colegas del norte abriendo una botella de su mejor Borgoña… ¡Ah, no, que tiene ñ!
Pues si nuestros vecinos galos vetan a la grafía encapuchada, apoyo no le va a faltar. Y es que, como dirían ellos, “Espana” y los “españoles” apreciamos mucho a esa consonante tan peculiar que es todo un símbolo de identidad de la cultura hispánica. Nuestro idioma no puede vivir sin ella. Nunca una letra había tenido tanto poder. Et voilà! Es nuestra ñ.