Javier F. Mardomingo | 06 de octubre de 2017
La muerte de Victorino Martín tiñe de luto al mundo de la tauromaquia. Se va un ganadero que ya es leyenda, pero su labor seguirá viva gracias a la bravura que los toros cárdenos de la A coronada demuestran en el albero.
Cuando uno mira, escucha o habla con Victorinín se da cuenta de la pasión, del trabajo y del amor al toro que hay detrás. Una educación marcada por un sentimiento de admiración profunda hacia un animal y hacia un mundo. Victorinín quiso ser torero para luego convertirse en un magnífico aficionado que presume de agotar en su día todas y cada una de las tardes de su abono joven de Las Ventas, que no son pocas en una temporada completa. Cuando creció, se hizo veterinario, consciente de cuál era su destino, el que desempeña ahora con un acierto tremendo. Ser ganadero. Porque el ganadero, el criador de toros bravos, por encima de todo tiene que conocer al toro y entender al toro. Y al toro se lo conoce estudiando como hizo él, estando en el campo como hizo él o teniendo un padre inteligente como pocos, conocedor del toro como pocos y trabajador como casi ninguno, como tuvo él.
Carta de agradecimiento de la familia Martín.https://t.co/vjWgDzgGbo pic.twitter.com/7WdhyWZRf4
— Victorino Martin (@victorinotoros) October 5, 2017
Victorinín es digno hijo de su padre. Don Victorino Martín Andrés. Un hombre con la cara gastada por el sol y las manos cansadas de trabajar. El mejor ganadero de bravo de los últimos años y, para muchos, de la historia. Uno de los viejos taurinos, de los que saben de verdad, de los que hablan poco pero dicen mucho. Un hombre con unos ojos que cuando te miran sientes un deseo imposible de ver a través de su mirada todo lo que sus ancianos ojos han visto desde hace ahora 88 años.
Don Victorino Martín Andrés nació en 1929, en Galapagar, un día de marzo. Cuando el invierno aprieta por la noche pero amansa por la mañana en la sierra de Madrid. Cuando la primavera avisa de que llega, de que viene lo bueno. Los toros corren, quitan el pelo del frío, se ponen guapos y se preparan para su momento. Como si lo hubiera elegido. Hijo y nieto de ganaderos de manso, Victorino creció en el pueblo, feliz hasta que, en el 36, demasiado pronto para cualquiera, su padre hizo un viaje del que nunca volvería hacia Paracuellos del Jarama. Es ahí donde tuvo que forjarse a la fuerza el carácter que le hizo llegar a convertirse en lo que se convirtió.
Victorino se crió entre el campo y la carnicería de su tío en Torrelodones. Trabajando de lo que tocara, con la única filosofía de trabajar, trabajar y trabajar un poco más. Solo de esa forma lograría llegar a las cotas mal altas del mundo de toro y, con más motivo, entrando desde fuera. Siendo un extranjero en un mundo hermético como pocos. Pero había que dar el paso, y lo dio en 1960. Se gastó un millón de «pelas» en una parte de la ganadería de Escudero Calvo, encaste Albaserrada, que luego iba a adquirir al completo. Una camada sin presente ni futuro aparente. Un encaste que nadie quería. Cinco años después, tuvo lugar su primera tarde en Madrid, una novillada en la que a la postre sería su plaza.
Y de ahí ‘p’alante’. Victorino Martín siguió criando sus toros en la sierra madrileña con el trabajo y el esfuerzo con los que siempre lo hizo. La diferencia es que ahora los frutos llegaban y los reconocimientos también. Frutos y reconocimientos de parte de los aficionados, que vieron cómo uno de los suyos, un paleto de Galapagar, se levantaba ante el sistema. El primer revolucionario cuyo alzamiento comenzó el día en que ofreció a El Cordobés y Palomo Linares matar una corrida suya porque estos se negaron a estoquear la anunciada de Galache en 1968. Silencio de las figuras, alboroto de la afición. ¿Tan duros son los grises de Victorino? ¿Tanto molestan a dos figurones del toreo como Manuel y Sebastián? Eso alimentó la polémica, la fama y las ganas de ver sus toros en la primera plaza del mundo. Ese año fueron 3 corridas, todas en Madrid.
Un año después, a las puertas de la década de los 70, llega la primera de las diecisiete vueltas al anillo que un toro marcado con su hierro dio antes de enfilar la puerta de arrastre. Un palmarés inigualable. En el 72, lidia su primera tarde en el abono de San Isidro y, 10 años después, en 1982, llegó la cumbre.
Con el mes de mayo terminado y San Isidro en sus últimos coletazos, el 1 de junio, con media España mordiéndose las uñas en vísperas del Mundial, de nuestro Mundial, Victorino protagonizó en la plaza de toros de Las Ventas una de las grandes tardes de la historia de la tauromaquia. Pobretón, Playero, Mosquetero, Director, Gastoso y Carcelero salen por chiqueros en ese orden. Una vuelta al ruedo y un premio al mejor toro de San Isidro es el balance del ganadero. Dos orejas por coleta, el de Ruiz Miguel, Esplá y Palomar, que salen a hombros junto con el ganadero y el mayoral. La corrida del siglo. El éxtasis total de la bravura, de la emoción. El éxtasis de un ganadero y de una ganadería que habían puesto esto patas arriba. Que habían encandilado al público y que habían puesto a todos de acuerdo en torno a lo mismo, el toro. Ni la fiesta, ni los toreros, ni las figuras, no, todo giraba esos años en torno al toro y, particularmente, en torno a Victorino Martín.
Fue unas semanas después, con la miel del éxito todavía en los labios del ganadero, cuando salió por la puerta de chiqueros Belador; enfrente, Ortega Cano en la corrida concurso de la Asociación de la Prensa. Velador salió del ruedo por donde vino y como vino, andando. Con el pañuelo naranja asomando del palco por primera y única vez en la historia de Madrid. Un indulto en Las Ventas ¡Lo que faltaba! Ese día fue la confirmación del hierro que ya pastaba en Extremadura como uno de los más importantes de la historia. Nos lo recuerda cada día que acudimos a esa plaza un azulejo en la mismísima puerta grande, en el cielo de Madrid. Ahí, nada menos, luce el nombre de Victorino Martín.
El resto de su trayectoria ya es historia. Un ejemplo de bravura, de amor al toro. Un ejemplo de que con trabajo y esfuerzo, aunque el camino sea difícil, las cosas se consiguen. Porque Victorino no tomó el camino sencillo, sino todo lo contrario, y le dieron. ¡Vaya si le dieron! Pero triunfó, ¡vaya si triunfó!
Victorino Martín ha tenido el honor de que se le reconozca en vida lo que ha conseguido. Ha hecho que el aficionado vaya a una plaza a ver al toro, sin importar quién se vista de luces. Dar la importancia que merece el animal en torno al que gira el espectáculo más icónico de la cultura española. Y se lo hemos reconocido. Ese premio vale más que todos los de una larga lista que no cabe en estas líneas. El reconocimiento en vida del que no disfrutaron tantos otros genios que, como él, se fueron algún día. Victorino Martín Andrés ha dejado un legado que será eterno. Lo deja en forma de ver la vida, de seguir peleando, de seguir, en definitiva, que no es poco. Pero, además, deja su huella, su hierro, y lo deja en buenas manos no, en las mejores, las de Victorinín. Victorino ha muerto, pero la A más importante del campo bravo español seguirá llenando las plazas, seguirá llevando aficionados a los tendidos y seguirá el curso de una historia, la de la tauromaquia, en la que Don Victorino Martín Andrés ha escrito su nombre con letras de oro. Descanse en paz.