Pedro González | 18 de octubre de 2017
Aprovechando el centenario de la Revolución Rusa, se reeditan multitud de libros que recuerdan el horror provocado por el comunismo y que debería ayudar a descartar una ideología que, siendo caduca y cruel, es presentada por algunos como «tabla de salvación».
El comunismo como ideología totalitaria de vocación universal concluyó con el estallido de la Unión Soviética en 1989. Quedan, a día de hoy, Cuba y Corea del Norte como los residuales e irreductibles ejemplos del prometido “paraíso socialista”, además, claro está, de los regímenes que, como China, han envuelto el férreo sistema totalitario del partido único comunista en el celofán de un capitalismo del que sigue ausente la libertad de discrepar.
A diferencia del nazismo, vencido por las armas, juzgado y condenado como ideología causante de un genocidio, el comunismo no ha sido expulsado de la constelación de las ideas culpables de causar las mayores y más crueles matanzas a los propios pueblos en donde estuvo implantado. Su mercancía ideológica aún se vende hoy con el presuntamente renovado lenguaje del denominado populismo de izquierdas.
La Revolución Rusa de octubre de 1917 nació con la utopía de crear al “hombre nuevo”, un empeño que desembocó en la aniquilación de decenas de millones de hombres y mujeres. Primero, los nobles y burgueses; después, los pequeños propietarios; luego, los intelectuales y todo el que se opusiera a la obligatoria colectivización; finalmente, cualquiera del que pudieran sospecharse simpatías contrarrevolucionarias.
Lenin no engañó a nadie, salvo a los liberales y socialistas que, en los meses anteriores al asalto del Palacio de Invierno, aún creían que la democracia triunfaría frente a los errores y excesos del zarismo. “La revolución -decía Lenin- no será auténtica sin ejecuciones”. El terror se convertiría, pues, en el alma del sistema, perfeccionado por Stalin, y aún más sofisticado en los regímenes comunistas independizados de Moscú, como la China maoísta, la Camboya de Pol Pot o la Corea del Norte de la dinastía Kim.
La Revolución Rusa marcó todo el siglo XX. “Revolución” se convertirá en la palabra más reivindicada y satanizada durante los 74 años que van de 1917 a 1991, fecha oficial de la extinción de la URSS. En Qué es una revolución, su relectura de este acontecimiento, el boliviano Álvaro García Linera señala que “en los últimos cien años morirán más personas en nombre de la revolución que en nombre de cualquier religión”, al tiempo que justifica el terror de tales masacres en que “la diferencia es que, en la revolución, la inmolación es a favor de la liberación material de todos los seres humanos”.
La presunta felicidad de todos los hombres y mujeres bajo la égida del comunismo ha sido, así, el manto protector que justificaba los más crueles excesos. Numerosos intelectuales se han apoyado en tal excusa para sostener la supuesta bondad del mayor cataclismo moral de la historia. Hace apenas unos años que el intelectual canadiense Michael Ignatieff preguntaba al historiador comunista Eric Hobsbawn si la pérdida de tantos millones de vidas humanas hubiera estado justificada de haberse hecho realidad el sueño comunista. Respondió afirmativamente sin dudarlo. Que Hobsbawn sea celebrado a derecha e izquierda como uno de los historiadores más lúcidos del siglo XX vendría, así, a demostrar que el ser humano no está curado de espanto y que no está descartado que episodios tan terribles vuelvan a repetirse.
En este centenario de Los diez días que conmovieron al mundo (John Reed), conviene recordar cómo se fraguó la construcción del socialismo y cómo las promesas de una sociedad justa devino en una dictadura implacable. Aquellas primeras medidas de nacionalización de la banca, los transportes, los ferrocarriles y las navieras, más el repudio de la deuda externa nacional, preludiaron la colectivización forzosa, la instauración de la Cheka y la creación del Archipiélago Gulag (Alekxadr Solzhenitsyn), como instrumentos fundamentales de sometimiento.
El estalinismo reeditaría pronto el manual de la Revolución Francesa, cuya primera lección es que devora a sus hijos. Las purgas de 1933-1939 no dejaron vivos a ninguno de los primeros revolucionarios. Kamenev y Zinoviev, compañeros de Stalin en la troika que sucedió a Lenin, fueron liquidados. Trotsky, creador del Ejército Rojo, había logrado escapar, pero moriría asesinado en México a golpes de piolet del catalán Ramón Mercader, cumpliendo el más encarecido encargo del dictador soviético.
La desilusión que tales hechos provocaron en multitud de quienes habían creído en el futuro radiante de la Revolución Rusa los glosa con enorme ímpetu intelectual Vasili Rozánov en El apocalipsis de nuestro tiempo. La parte más amarga es la que relata la reducción de los ciudadanos a una masa informe. Para que no hubiera veleidades de pensamiento que perturbaran tal esquema, se crearía la Unión de Escritores Soviéticos en 1934. En su primer congreso, se anunciaría la creación del homo sovieticus, cuya misión como “ingenieros del alma”-así los denominó el propio Stalin- sería “promover el bien”. Las élites culturales que cuestionaron la implantación del denominado “realismo socialista” fueron declaradas enemigas y contrarrevolucionarias.
Como señala Mira Milosevich en su Breve historia de la Revolución Rusa, el totalitarismo comunista se sostuvo también a base de nihilismo legal. Es decir, nadie tenía la certeza de unas leyes escritas que lo protegieran o lo condenaran en caso de transgresión. Las acusaciones para sojuzgar de por vida o ejecutar a cualquiera siempre venían de un genérico “en nombre del Partido”.
“Salvo el poder, todo lo demás es ilusión”, proclamaba Lenin ante el Sóviet de Petrogrado. Ese poder totalitario implantado en Rusia necesitaría después expandirse, consciente de que si una revolución no se propaga a otros países termina agotándose. Bajo ese pretexto, la Unión Soviética quiso extender y expandir su influencia a todas las zonas que no fueron definidas en la conferencia de Yalta al término de la Segunda Guerra Mundial. Así, América Latina, África y Asia fueron escenarios del enfrentamiento con el primer mundo, liderado por Estados Unidos.
Esos conflictos, salpicados también con millones de víctimas, se dieron en llamar Guerra Fría, concluida finalmente con el derrumbamiento y fracaso final, por lo tanto, de la Revolución Rusa. Una revolución que se impuso por la violencia. Y que, como afirma el exministro de Cultura César Antonio Molina, hay que conocer a fondo todo lo que sucedió como antídoto ante “redentores” que venden lo caduco como novedoso.
Su vida política sirve para explicar el periodo que llevó a España desde la monarquía de Alfonso XIII hasta la Guerra Civil.