Justino Sinova | 18 de octubre de 2017
La prisión sin fianza de los agitadores Jordi Sánchez y Jordi Cuixart, acusados por la justicia del delito de sedición, ha sido respondida por los separatistas catalanes con la denuncia de que en España existen presos políticos. Es la última mentira de una larga serie en la que se han basado Carles Puigdemont y sus secesionistas para intentar enlucir sus ilegalidades con una pretendida represión ajena. Esta falsedad es especialmente injuriosa para una democracia que cumple el estándar más exigente y que en el caso de la rebelión catalana está actuando con un inusitado miramiento, excesivo para muchos y que sería tenido por extravagante en democracias consolidadas y firmes: basta imaginar cómo actuaría el poder central en Estados Unidos, en Francia o en Alemania ante la sublevación de una parte de su administración.
Las falsificaciones reiteradas han prestado a los separatistas una seguridad personal inaudita, puesta de manifiesto por los “Jordis” cuando advirtieron a la jueza Carmen Lamela de las consecuencias sociales que causaría su encarcelamiento. Los acusados tratando de intimidar a la justicia. Son ellos los primeros que se presentan como presos políticos para provocar la protección callejera que alimente su victimismo y agrande su denuncia, o sea, su agresión, a la democracia española. Es el mismo fraude que pretendían los etarras, que se decían atacados por una persecución política. Pero por más que los agitadores se victimicen, nadie en su sano juicio y con información suficiente los tendrá por presos políticos sino como posibles autores de un delito contra la sociedad. separatistas
En España los jueces no persiguen ideas. Los independentistas catalanes han podido airear y defender sus proyectos, acompañándose de banderas aconstitucionales, sin que nadie se lo haya imposibilitado ni les haya pedido responsabilidad penal por ello. Es en las dictaduras donde estos actos –que allí son proezas- cuestan multas, cárceles y destierros. Vayan a pedir independencia a China, a Corea, a Cuba para comprobarlo. Pero, si hay un lugar en España en el que se roza la persecución de las ideas, es precisamente Cataluña, donde se persigue políticamente a quienes rotulan en castellano porque les da la gana usar la lengua oficial, se insulta a quienes lucen la bandera española y se hace el vacío social a quienes rechazan el independentismo y prefieren una España unida.
La acción de los independentistas ha ido acompañada de estas agresiones silenciosas a los discrepantes –que poco a poco van sobreponiéndose a la presión ambiental y lo denuncian- para llevar a cabo graves transgresiones legales –como mantener y ejecutar leyes suspendidas-, atracos al funcionamiento parlamentario –vetos a la oposición, cierre de la Cámara autonómica, que es, por cierto, una de las pasiones de los dictadores-, operaciones de adoctrinamiento –trastocando la finalidad de la enseñanza- y gastos del dinero de todos los españoles en proyectos indebidos –todo lo que tiene que ver, por ejemplo, con la organización de un referéndum ilegal, convocado sin competencias para ello-.
En Catalunya no hay presos políticos. Ninguna persona va a prisión por sus ideas sino por sus actos. Nadie está por encima de la ley. pic.twitter.com/wYaW0H2ALM
— Enric Millo (@EnricMillo) October 17, 2017
Como la gestión de la Generalitat regalada a solo una parte de los habitantes de Cataluña –los no secesionistas son ciudadanos de segunda- es claramente inconstitucional y arbitraria, Puigdemont y sus adictos, también antes Artur Mas, lo han disfrazado todo como una genuina operación democrática. A Puigdemont no se le cae de la boca el adjetivo democrático. Es la mentira continuada del procés, la ficción en que se basa su golpe a la legalidad constitucional. Si no fuera trágico y no pusiera en riesgo la convivencia ciudadana y el futuro, no pasaría de ser una broma chusca el esfuerzo para fantasear como demócratas de quienes están en una continua gestión antidemocrática, esos que dan como bueno un paripé de referéndum, convocado en contra de la ley y realizado al margen de las elementales normas de la democracia. separatistas
Un inventario de las mentiras “indepes” sería casi interminable; recuérdese aquel infame “España nos roba”, aquella insistencia en un inventado derecho de autodeterminación, aquella matraca con la fantástica aceptación por la Unión Europea, aquella seguridad impostada en que todas las empresas estaban deseando la secesión… Todo falso, calculado para causar el mayor daño posible dentro y fuera de España, con la finalidad de consumar la ilegalidad tramada. Y edulcorado con otra argucia para ingenuos: el diálogo que los independentistas quieren y el maldito Estado rechaza. Según su relato, esos campeones del diálogo no van a tener más remedio que proceder como sea ante la respuesta cerril que reciben. El Estado, con sus instituciones fundamentales, el Gobierno, la Justicia, el Parlamento, tiene que ser obligado a negociar un delito. Es el resultado final de la ficción. Asusta imaginar lo que podría ocurrir si los protagonistas de este proceso intolerante pudieran algún día gobernar a su arbitrio sin nadie que tuviera la posibilidad de frenarlos.