Cristina Barreiro | 26 de octubre de 2017
La condición de España como país neutral durante la Primera Guerra Mundial permitió al rey Alfonso XIII poner en marcha la Oficina pro-cautivos, una organización que tenía como finalidad ayudar a familias de toda Europa a encontrar a sus parientes desaparecidos en los campos de batalla.
Era el año 1915. España, neutral en la Gran Guerra, recibía noticias del frente y de los millares de muertos en las trincheras. Alfonso XIII, al timón de un país en el que el caciquismo restauracionista trataba de dar respuesta a los desafíos regionalistas y al azote del anarquismo, iba a liderar la primera organización humanitaria española en tiempos de guerra: la Oficina pro-cautivo. Desde su Secretaría Particular, el Rey articuló un gabinete con el que dar respuesta a los centenares de peticiones de ayuda que recibía desde Europa. Soldados, heridos, prisioneros y familiares de desaparecidos encontraron consuelo gracias a la iniciativa personal de un monarca, que, debido a su final abrupto -y a la controversia que genera el personaje-, no siempre ha recibido el reconocimiento que merece por su labor humanitaria en favor de la paz.
Aunque algunos trabajos apuntan a que todo comenzó con la carta que una lavandera francesa escribió a Alfonso XIII pidiendo ayuda para localizar a su esposo desaparecido en Charleroi, lo cierto es que, desde el inicio de las hostilidades en agosto del 14, el monarca recibía correspondencia solicitando su mediación en búsquedas de soldados o para establecer comunicación con prisioneros de guerra. Madres, hijos, esposas y hermanos querían información sobre los desaparecidos en el campo de batalla. Pero fue la noticia aireada en el periódico de Burdeos Le Petit Gironde, dando cuenta de la mediación del Rey y de cómo había localizado -y respondido de su puño y letra a la lavandera-, lo que desató un aluvión de solicitudes de ayuda al monarca español.
De este modo y con la ayuda de su secretario particular, Emilio María de Torres, comenzó a gestarse la que iba a ser la primera oficina de ayuda humanitaria española. La mayoría, nombres anónimos, pero también personalidades célebres que, como el cantante Maurice Chevalier, el bailarín Vaslav Nijinsky, el periodista moscovita Jantchevetzky (corresponsal de Novoie Vremia) o el pianista polaco de origen judío Arthur Rubinstein recibieron la ayuda del monarca español. Muchos de estos expedientes, fondos y peticiones se conservan en el Archivo General de Palacio y pueden ser consultados por los investigadores (Real Casa y Patrimonio. Secretaría Particular de su Majestad. Oficina de la Guerra Europea). La Oficina, establecida en unas dependencias del Palacio Real, comenzó su andadura con apenas cuatro empleados, aunque terminó con un equipo de cincuenta trabajadores voluntarios -muchos de ellos hablaban idiomas-, entre secretario/as y personal de atención al combatiente. Llegaron a contestar diariamente unas 5.000 cartas, de las que muchas terminaban con un desgarrador “no hallado” o un “hallado muerto”. Contaban también con un servicio de correos que cada noche recogía las sacas con la correspondencia para distribuir por toda Europa. Los gastos de estos servicios siempre corrieron a cargo del bolsillo particular de don Alfonso, al margen del Gobierno y de presupuestos oficiales, en un esfuerzo altruista que no ha sido reconocido en justicia.
Pero, ¿cómo se gestionaba el funcionamiento de esta red de ayuda internacional? El Rey utilizó sus contactos diplomáticos, familiares, militares o personales y, sobre todo, su capacidad para hablar de tú a tú con los soberanos de Europa. Pero eran las embajadas y legaciones españolas en los países beligerantes -o las oficinas de la Cruz Roja- las que se encargaban de poner en funcionamiento los mecanismos de búsqueda. España, como estado neutral, se había hecho cargo de la protección de los intereses de Francia y Bélgica (además de Rusia) en los Imperios Centrales, por lo que resulta razonable que la mayor parte de las peticiones de ayuda –más de 111.800- procedieran de estos puntos de Europa: era mucho más sencillo que nuestras embajadas en Alemania y Austria-Hungría realizaran las gestiones pertinentes. En este sentido, la labor del embajador en Berlín, Luis Polo de Bernabé y Pilón, resultó muy intensa, tal como se recoge en la crónica de Antonio Azpeitua, publicada en ABC el 11 de octubre de 1917. Entre otras acciones, a él se debe el internamiento en Suiza del general Leman, defensor de Lieja, que se hallaba en territorio alemán desde el comienzo de la guerra y “cuya salud se había quebrantado sensiblemente” (La Época, 21 de diciembre de 1917). También la del embajador en Bruselas, Rodrigo Saavedra y Vinart, marqués de Villalobar, mediador en las deportaciones de civiles, que intercedió por los catedráticos Henri Pirenne o Paul Frédéricq. Pero los demás países beligerantes, en los dos bandos, recibieron la atención española de igual modo. Es el caso de la protección de los intereses británicos en Alemania y Austria, de la que se encargaba EE.UU., hasta la fecha de su entrada en la guerra. Por ello, para evitar conflictos diplomáticos, las solicitudes procedentes del Imperio Británico eran enviadas por nuestro embajador en Berlín al embajador americano, encargado de comunicar el resultado de sus gestiones.
Italianos, portugueses, rusos, serbios, rumanos y búlgaros fueron también atendidos por el Servicio de Heridos y Prisioneros de Guerra Militares, articulado gracias a la iniciativa personal del Rey de España. Así mismo, se organizó un Servicio de Información en Países Ocupados (Población Civil) y otro de Repatriación y Canje de Militares. Destacada es también la labor de Alfonso XIII en la solicitud de indultos de pena de muerte, como en el caso de la condesa belga de Belleville, condenada en Bruselas (ABC, 4 de noviembre de 1915). Por mediación de la Oficina pro-cautivo, se obtuvo el indulto de 16 condenados a muerte y la repatriación de 70.000 deportados civiles y militares, enfermos o gravemente heridos. Alfonso XIII protestó contra los campos de represalias y el hecho de que los envíos de víveres se desviaran de sus destinos, obtuvo el internamiento en sanatorios suizos de prisioneros tuberculosos y condenó los bombardeos aéreos sobre las ciudades abiertas, así como los ataques a buques hospitales.
Desde los primeros momentos, el agradecimiento a la acción humanitaria española fue enorme en el ámbito europeo. La República Francesa reconoció el esfuerzo del Rey español en su tarea de liderazgo en la mediación internacional. Los elogios vinieron desde Le Journal, Le Figaro, L’Écho de Paris o el conservador Le Gaulois, aplaudiendo la intervención del monarca por “salvar la vida de prisioneros condenados a la última pena” (Le Figaro, 19 de diciembre de 1918). Las manifestaciones de simpatía del país vecino fueron múltiples y especialmente afectuosas en la visita que el Rey realizó a París en octubre de 1919, igual que ocurrirá cuando, días después, Alfonso XIII y Victoria Eugenia lleguen a Londres. Las publicaciones británicas se volcaron con los soberanos españoles, reconociendo el Daily Graphic “la deuda moral y material que Europa contrajo con el Rey de España durante la guerra” (30 de octubre 1919). Y aunque, lógicamente, también la Prensa española se hizo eco en crónicas y comentarios de la “obra altruista del monarca” (La Época, 9 de enero de 1916), sorprende comprobar cómo fueron especialmente La Época y el ABC -de marcada filiación monárquica- casi los únicos diarios que aplaudieron con entusiasmo este esfuerzo de la Corona. En el resto de diarios, su divulgación resulta muy escasa.
Sin duda, la labor del Rey contribuyó a aumentar el prestigio de España en la esfera internacional. En el año 1917, el jurista y senador vitalicio del reino Francisco Lastres presentó la candidatura de Alfonso XIII al premio Nobel de la Paz que, finalmente, recayó en el Comité Internacional de la Cruz Roja. De nuevo, fue propuesto en 1933, en petición suscrita, entre otros, por el francés Albert de la Pradelle y el español José de Yanguas Messía, miembros del Instituto de Derecho Internacional. En gran medida, el apoteósico recibimiento en París al inicio del exilio de Alfonso XIII, en abril de 1931, fue una expresión de gratitud por parte de los franceses: diez mil personas se congregaron en la Gare de Lyon, rompiendo los cordones de seguridad y acompañándolo hasta el Hotel Meurice, entre aclamaciones de «¡Vive le Roi!». Pero, aunque la mediación de Alfonso XIII durante los años de la Gran Guerra es conocida y ha sido trabajada casi desde sus orígenes por autores como Alfonso R. de Grijalba, Julián Cortés Cabanillas, Seco Serrano o Juan Pando, Enrique González o Álvaro Lozano, conviene volver a poner en valor el esfuerzo personal acometido por iniciativa del Rey, en la que muchos han considerado la primera Organización Humanitaria española. La Oficina pro-cautivo es la base argumental de la novela de Jorge Díaz, Cartas a Palacio (Plaza&Janés Editores, 2014) y tema para el magnífico documental producido por TVE Alfonso XIII, redentor de cautivos. En la actualidad, se prepara una exposición, para finales de 2018, sobre la Oficina de Guerra Europea.
Su vida política sirve para explicar el periodo que llevó a España desde la monarquía de Alfonso XIII hasta la Guerra Civil.