Manuel Oriol | 30 de enero de 2017
La llegada del papa Francisco a la sede romana ha supuesto ciertamente un desafío para la comprensión del papel del cristianismo en la sociedad actual. ¿Cuál debe ser la prioridad de los cristianos en la vida pública? ¿Defender los valores cristianos y humanos, la verdad sobre el hombre y la sociedad que nace de la fe, en definitiva, sostener y difundir la cultura cristiana? ¿O más bien acoger al marginado y al diferente, ejercer la caridad, esto es, testimoniar con la propia vida y actitudes la belleza de la fe? ¿Debemos priorizar el testimonio o la cultura?
La respuesta rápida es que estas dos dimensiones no son incompatibles. Sin embargo, cuando descendemos a lo concreto observamos que las prioridades marcan diferencias. Un ejemplo paradigmático de esto es la polémica a partir de la respuesta que a su vuelta del viaje a la JMJ de Río dio el papa Francisco a una periodista sobre la homosexualidad: “¿Quién soy yo para juzgar?”. Esta respuesta se interpretó, por propios y extraños, por entusiasmados y escandalizados, como una renuncia de la Iglesia a la valoración moral, en este caso de la homosexualidad. Pero podríamos añadir otros ejemplos.
El testimonio es prioritario, pero no hay testimonio completo sin cultura. Ambas dimensiones son inseparables, aunque no equivalentes
Para muchos cristianos, con actitudes como esta la Iglesia está renunciando a su misión profética. Por miedo o, lo que sería peor, por convicción o (aún peor) por impiedad, se busca simplemente agradar al mundo, pensando que la contemporización puede detener, o al menos frenar, el éxodo de los cristianos hacia un mundo cada vez más “vencedor”. Pero con ello, aunque las intenciones sean buenas (“buenistas”, dicen), no se hace sino secularizar cada vez más la Iglesia, relegándola a comparsa del mundo y en último término a la irrelevancia.
Para otros, esta postura abierta supera por fin el lastre de una Iglesia encerrada en sus propios esquemas, encastillada en tradiciones y rigorismos que han impedido encontrar al hombre moderno, sepultando el cristianismo auténtico bajo una losa de condenas morales y dogmas incomprensibles. La cultura cristiana sería una acumulación de estos juicios, que no tendría otro resultado que impedir, o en todo caso dificultar, el testimonio de la belleza del cristianismo.
Otra forma de plantear la dicotomía es entre identidad y diálogo. Para unos, el diálogo debilita la propia identidad. Para otros, la identidad entorpece el diálogo. O la contraposición entre doctrina y vida, entre moral y kerigma, etc. Aunque en último término, la raíz del problema no es otra que la relación entre verdad y caridad.
Para superar estas disyuntivas es necesario partir de la naturaleza del cristianismo como acontecimiento, a la vez histórico y sobrenatural. Desde ahí se comprende que, en primer lugar la cultura cristiana no es verdaderamente tal si no parte de la novedad del cristianismo, de una Presencia viva hoy, comunicada por medio del testimonio. Anquilosarse en formas recibidas dificulta el diálogo y el encuentro que aquellas mismas formas posibilitaron en su momento, convirtiendo el cristianismo en una ideología más, incapaz de dar respuesta a los hombres de nuestro tiempo.
Pero, en segundo lugar, el testimonio no es completo si no incluye un juicio. La belleza del cristianismo pasa también por un horizonte amplio, una catolicidad de la mirada, una novedad de criterio cultural. Son consecuencias, pero que forman parte integrante del testimonio.
En conclusión, no se trata de encontrar un equilibrio entre las dos posturas, sino de descubrir que ambas dimensiones son inseparables, aunque no equivalentes. El testimonio es prioritario, pero no hay testimonio completo sin cultura. Así parecen comprenderlo los últimos papas. San Juan Pablo II lo afirmó eficazmente al comienzo de su pontificado: “La síntesis entre cultura y fe no es solo una exigencia de la cultura, sino también de la fe […]. Una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida”.
Benedicto XVI lo expuso magistralmente en Caritas in veritate: “Defender la verdad, proponerla con humildad y convicción y testimoniarla en la vida son formas exigentes e insustituibles de caridad. […] Sólo en la verdad resplandece la caridad y puede ser vivida auténticamente. La verdad es luz que da sentido y valor a la caridad. […] La caridad no excluye el saber, más bien lo exige, lo promueve y lo anima desde dentro. […] Sin el saber, el hacer es ciego, y el saber es estéril sin el amor. […] No existe la inteligencia y después el amor: existe el amor rico en inteligencia y la inteligencia llena de amor”.
Y lo confirma también Francisco cuando afirma: “En lugar de hacernos intolerantes, la seguridad de la fe nos pone en camino y hace posible el testimonio y el diálogo con todos”. Y: “Todo adoctrinamiento ha de situarse en la actitud evangelizadora que despierte la adhesión del corazón con la cercanía, el amor y el testimonio.”