Álvaro de Diego | 14 de noviembre de 2017
El título no admitía dudas, Técnicas del golpe de Estado, y su autor la escribió en los últimos meses de 1930, cuando era director de La Stampa y aún se movía como un pez en las aguas procelosas del fascismo. Muchos años después, en 1948, Curzio Malaparte (1898-1957) confesaría en el prólogo a la primera edición italiana de su obra: «Odio este libro mío. Lo odio con toda mi alma. Me ha dado la gloria, es pobre cosa la gloria, pero también muchos disgustos». Y le atribuía el destierro y la cárcel que había sufrido, así como la fama de hombre cínico, descreído y cruel que, como la sombra al cuerpo, le había acompañado desde entonces rebajándolo a la condición de una «especie de Maquiavelo disfrazado de cardenal de Retz».
Técnicas del golpe de Estado, redactado con una prosa brillante y preñado de audaces sentencias, describe la lucha de los partidos parlamentarios, pieza central de las democracias liberales, contra los «catilinarios» del siglo XX, esto es, marxistas y fascistas. Malaparte se remonta, no obstante, al 18 de Brumario, primera ocasión en que mal que bien se plantea, a su juicio, la técnica moderna del golpe de Estado. El carácter visionario de Napoleón, todo un precursor, se revela en su comprensión de los acontecimientos en aquel noviembre de 1799. Está convencido de que su acción sediciosa contra el Directorio debe basarse en la legalidad y en los procedimientos parlamentarios. Solo así accederá al Consulado, por más que el plan de Sieyès esté a punto de malograrlo al favorecer el dilentantismo de los Quinientos y los Ancianos. El vencedor de Arcole, que no ha podido movilizar ni una sección, se alza con el triunfo embaucando a ambos Consejos.
Pese a todo, el auténtico táctico y creador del golpe de Estado moderno es Trotski. Las democracias no han de prevenirse de la estrategia de Lenin, que busca las circunstancias favorables, sino de la concepción trotskista, «peligro permanente» por suponer una técnica insurreccional siempre efectiva. Para Trotski, ha de protagonizarla una pequeña tropa, fría y violenta que actúe en un terreno limitado. Concentrando los esfuerzos en los objetivos principales, debe golpear fuerte y directamente, sin hacer ruido. De ahí que Malaparte, interpretando al bolchevique, entresaque que la insurrección no es sino una máquina. Solo la pueden poner en marcha técnicos; y son estos mismos técnicos los únicos que pueden detenerla. El error de Kerenski, en realidad el de las democracias, consiste en darle una respuesta escuetamente policial a la revolución. Mientras la prensa bolchevique anuncia a cara descubierta la dictadura del proletariado, Trotski convierte la huelga general en elemento indispensable de la insurrección. Si el terrible Lenin que hace temblar a Rusia está pálido y febril bajo la peluca, solo Trotski se apresta a lanzar «un puñetazo a un paralítico». Conquista el aparato estatal con apenas 1.000 hombres y decisión. Ignorando los edificios de la organización política y burocrática (Palacio de Invierno, Duma, Estado Mayor, etc.), se hace con los órganos técnicos de la maquinaria del Estado. Su tropa de asalto, equipos de hombres armados dirigidos por ingenieros, controla rápidamente las centrales eléctricas, las estaciones de ferrocarril y los puestos de correos. Mussolini tomará buena nota de ello en 1922. Al liberal Giolitti lo derrotará con una técnica, no con un programa.
La China de Mao, el último deslumbramiento del espíritu antiburgués de Curzio Malaparte
Hoy, Técnicas del golpe del Estado se asemeja más a una fascinante cabriola literaria que a un prontuario riguroso para la conquista (o la defensa) del Estado. Conocer las circunstancias en que se compuso desvela la fabulosa operación de promoción personal en la que se había embarcado Malaparte. Prueba de que su abandono progresivo del fascismo derivó más de sus ambiciones frustradas de medrar que del convencimiento íntimo. Puede que en 1948 se hubiera convertido en un decidido defensor de las libertades democráticas. Pero no es menos cierto que en 1931 perseguía una embajada del fascismo y, mientras cultivaba a los librepensadores de París, acudía al Palacio Venecia para consultar la publicación en francés de la obra con el mismo Mussolini. De ahí que lo calibrara en la misma de «viril», frente al «feminoide» comparsa de Hitler. La ambivalente respuesta del Duce, que permitió reseñar en la prensa un libro que no dejaría publicar en Italia, sugiere el acuerdo. Solo después empezarían las persecuciones del fascismo, bien que atenuadas por el valimiento y amistad del poderoso Ciano. A fin de cuentas, «Querido mío -confió Goethe a Eckermann-, la gloria no es poca cosa. ¿Acaso Napoleón no ha despedazado el mundo por ella?»
Su vida política sirve para explicar el periodo que llevó a España desde la monarquía de Alfonso XIII hasta la Guerra Civil.