José Ángel Cortés Lahera | 24 de diciembre de 2017
La Navidad es una época de alegría en la que se celebra el nacimiento de Dios, que trae un mensaje universal de paz y amor. Con pequeñas iniciativas se puede contagiar el calor de estas fiestas a quienes las consideran una celebración triste e inútil que solo conduce al consumo compulsivo.
Existen personas a las que no les gusta la Navidad. Argumentan que les produce tristeza, que evocan recuerdos nostálgicos y estos a su vez les producen un estado anímico nada grato.
Otros aducen que la Navidad solo conduce al consumo compulsivo: comilonas, regalos inútiles, necesidad de compartir veladas con personas a las que detestan.
Están los que en estos tiempos de pedigrí laicista las consideran fiestas inútiles.
La Navidad no es triste. Si así lo fuese, entrañaría una contradicción. Quienes de verdad la viven saben muy bien que su mensaje entraña la más feliz de las noticias. Nada menos que el nacimiento de Dios, que trae un mensaje universal de paz y amor o, lo que es lo mismo: viene a descubrirnos la caridad fraterna y, con ello, el amor a nuestros semejantes.
Bien es cierto que este mensaje a veces queda oculto por un ambiente de falsa laicidad que desearía cambiar el sentido profundamente familiar de estas fechas. Por ello, resulta necesario interiorizar bien el sentido del Misterio que celebramos para comprender el tipo de felicidad que encierra, que, por cierto, es de suyo contagiosa.
Sin un acercamiento interior y profundo al niño Dios, a la familia de Nazaret, esa felicidad no surgirá en nuestro corazón. Si así es, vendrá después esa alegría contagiosa que envuelve la Navidad con esos pequeños grandes detalles que la convierten cada año en algo para recordar.
Charles Dickens, en su hermoso relato Cuento de Navidad, nos narra la historia de un tío y su sobrino durante la celebración navideña. El primero, Mr. Scrooge, es un avaro especulador, mientras el sobrino es un joven sin apenas recursos, con una joven familia que alimentar y un optimismo vital que reconoce en las Navidades el mensaje cristiano que encierra. El joven recuerda esos días de esta forma: “Siempre he pensado, al llegar las Navidades -aparte de la veneración que se deba a su nombre y origen sagrado, si es que hay algo de lo que a ella se refiere que pueda apartarse de eso-, que era una época excelente, época de bondades, de perdones y caridades, la única que conozco, en el largo calendario del año, en la que los hombres parecen abrir de buen grado de par en par sus corazones cerrados. ¡Bendita sea!”
Mientras el sobrino piensa en esos términos, el avaro tío, para el que todo son paparruchas, se encontrará en sueños con los tres espectros que le harán reflexionar sobre su vida estéril y su desconocimiento del prójimo. La actitud primera de Scrooge se presenta hoy de diversas formas en nuestro mundo, de tal forma que bien podríamos definirla como el “Síndrome Scrooge». Hoy, su sombra, como un espectro, planea sobre nuestra sociedad.
Quizá sin perder de vista lo dicho anteriormente sobre la raíz sobrenatural de esa alegría, podemos ayudar a contagiar el mensaje “calentando el ambiente” de nuestras casas, ciudades o pueblos con pequeñas iniciativas que devuelvan el calor navideño. Sería algo así como (re)descubrir la Navidad*.
Cosas tan sencillas como superar el “Felices Fiestas” por “Felices Navidades».
Servirnos para las felicitaciones que nos cruzamos con amigos o familiares, bien en tarjetones o por las redes sociales, de iconografía clásica o moderna o tan naif como el dibujo del Misterio trazado por las manos infantiles de hijos o nietos.
El repasar en familia los tradicionales villancicos, asistir a algún concierto de los que ahora se celebran acompañados de la familia.
Animar a comerciantes pequeños, medianos o a los responsables de grandes superficies para que, además de los consabidos adornos navideños, estén presentes siempre belenes que nos recuerden el motivo de la celebración.
El realizar visitas familiares a rutas de belenes organizadas, motivo para ilustrar de una forma pedagógica a los más pequeños sobre el Evangelio.
Vencer en nosotros o en los demás el «Síndrome Scrooge» que, como el propio cuento navideño -no podría ser de otra manera-, acaba contagiado por el ejemplo de su sobrino, quien describe así la “conversión navideña“ de su tío: “Estuvo en la iglesia, pasó por las calles, contempló a la gente que corría de un lado para otro, acarició a los chiquillos en la cabeza, interrogó a los mendigos, se asomó a las cocinas, alzó sus ojos a las ventanas y advirtió que todo le proporcionaba placer”.
¡Feliz Navidad!