Fernando Jáuregui | 23 de diciembre de 2017
¿Son los catalanes ‘supremacistas’, casi desdeñosos del resto de la sociedad española? Creo que hay que afinar algo esa afirmación, bastante extendida en cenáculos y mentideros del resto de país. El orgullo de ser catalán se centra exclusivamente en una clase social. Y, así, quizá más que de supremacismo haya que hablar, pura y simplemente, de ‘clasismo’.
Para entender cabalmente lo que ha ocurrido, ocurre y ocurrirá en Cataluña se hace imprescindible un mínimo análisis sociológico de un mundo que, fuera de las elites catalanas, pocos entienden, especialmente en el resto de España. Porque el núcleo es, acaso, una sociedad cerrada, con clara conciencia de clase, quizá un punto, por ello, supremacista. No me considero un especialista, pero me enorgullezco de conocer y haber estudiado algo esas estructuras íntimas, entre las que tengo algunos buenos amigos, que han sido las impulsoras de la catástrofe a la que está abocada una de las autonomías más prósperas, peculiares y extrañas en su comportamiento entre las que estructuran España. Puede que solamente desde fuera sea posible ahora analizar lo que está ocurriendo en las corrientes subterráneas más profundas de la sociedad catalana.
Analiza Eduardo Mendoza, en un impagable opúsculo, Qué está pasando en Cataluña, esta perspectiva a la que me acabo de referir, señalando que “como toda sociedad cerrada, la catalana se sentía frágil ante cuanto pusiera en tela de juicio su estructura y el estricto cumplimiento de sus costumbres”. Y ese factor fue, precisamente, la inmigración. “No son como nosotros”, era la consigna con la que, a veces casi imperceptiblemente, se apartaba al inmigrante de los ‘sancta sanctorum’ de la sociedad más recóndita, la de la burguesía ‘de toda la vida’. De ahí el recelo de esa burguesía ante la mezcolanza a veces obligada en las ciudades: es en lo rural donde radica la autenticidad del catalanismo. De ahí que alguien como Oriol Junqueras, al que se conocen algunos textos pretéritos de tono indudablemente supremacista –el ‘somos superiores’ que no se atreve a proclamarse tan abiertamente–, se considere un auténtico representante de la ‘Catalunya eterna’.
Ahí quizá encontremos una clave para estudiar el extrañísimo comportamiento electoral, y por tanto político, de la ciudadanía catalana, a la que sería difícil analizar de una manera unívoca. La refinada burguesía local, tan del Liceo, despreciaba de alguna manera a los inmigrantes que iban llegando con la revolución industrial y así se formaron los primeros ‘cinturones rojos’, versus los núcleos de los ocho apellidos catalanes’.
Podrían quizá buscarse paralelismos con la situación en Euskadi, pero me parece que son más las diferencias que las semejanzas, si bien se mira todo. Aunque no podamos descartar alguna resonancia con el tosco y burdo supremacismo –racismo- de aquel Sabino Arana, para quien el español era la suma de todas las desdichas, frente al vasco apolíneo y grácil. La votación de este 21-D ha puesto bien de manifiesto que la sociedad catalana, ahora más que nunca, está partida en dos, con todas las mezcolanzas e ideologías intermedias que usted quiera. Es verdad que ‘Madrid’ quizá no haya comprendido en toda su extensión este fenómeno, ya analizado por Albert Pla, por Valentí Almirall o incluso por el propio Francesc Macià, o por Enric Prat de la Riba, siempre desde un cierto desdén hacia esa clase llegada ‘de fuera’ que, sin embargo, tanto ha contribuido a la prosperidad de Cataluña.
Cataluña y la espiral del silencio: Aquel que opta por permanecer callado pierde la batalla
Señala Mendoza que la catalana sigue siendo una sociedad cerrada y, hasta cierto punto, estancada, que es lo que la diferencia de otras sociedades de aluvión, como la madrileña, o la de los centros urbanos de América del Norte y del Sur. No, no es aldeanismo: es, ya lo señalaba recientemente un gran periodista como José Antonio Zarzalejos, y yo mismo lo recogía en mi libro El Desengaño, una forma no tan sutil de cierto supremacismo. Un sentimiento de superioridad que se encarnó, en su versión urbana, en la antigua coalición Convergencia i Unió y, en su deriva más rural y suburbana, en Esquerra Republicana de Catalunya.
Sospecho que lo primero que tendrá que hacer Cataluña, más allá de lo que llegue o deje de venir ‘de Madrid’, es analizar esa enorme contradicción interna con lo que significan los modernos tiempos de globalización y mezcla. Porque, en el fondo, estamos hablando de una mentalidad un tanto atrasada, por mucho que los rankings de las universidades más prestigiosas de España sitúen a dos o tres centros catalanes al frente de los de todo el país. Seguramente esa reflexión íntima, dolorosa, de quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde podemos estrellarnos es el punto de partida hacia un cambio radical en el comportamiento de los que, desde siempre, han dominado al resto de los catalanes.
Quim Torra ha ordenado descolgar los lazos amarillos de los edificios públicos. El presidente de la Generalitat dispara para seguir haciendo ruido y se esconde tras el humo. Sánchez no da la cara y es el Poder Judicial el que defiende el Estado de derecho.