Marcos Hermosel | 25 de diciembre de 2017
El siguiente relato nos recuerda, desde el crudo realismo de algunas situaciones familiares, que la renovación de una promesa y el espíritu de creación siguen siendo el centro de la Navidad.
Me llamaron para una encuesta, me dijeron que era el hombre medio perfecto, no ganaba mucho ni poco, no era exitoso ni un completo fracaso, no era guapo ni feo, ni listo ni tonto, «¿le importaría contestar a algunas preguntas?» Por lo que pude entender, soy un ciudadano medio en todos los sentidos estadísticos. Me casé cuando ya había cumplido largamente los treinta años y me separé al poco de cumplir los cuarenta, como buena parte de mi generación. Tuve en el lapso un par de hijos. El mayor de ellos, un mozalbete de diez años, me odia. Mi exmujer dice que no, que lo que tiene es un resentimiento natural, un anhelo de paternidad insatisfecha, como comenta el psicólogo, y que si yo no fuera un hombre tan ignorante y mediocre me habría dado cuenta hace mucho. Ya eran dos, una encuesta de hábitos de consumo y mi propia exmujer, los que me consideraban mediocre.
Mi hijo tenía Trastorno de Déficit de Atención e Hiperactividad, que era una forma técnica de decir que no me iba a hacer ni puñetero caso. Mi hija se sentaba a menudo sola y miraba hacia un punto concreto de mi mediocre salón de muebles de contrachapado. Me causaba tanta angustia verla así que le dejaba poner en el ordenador vídeos de cantantes latinos con collares como cadenas de presos. Me hice un perfil en una página de esas de contactos y quedé con algunas mujeres. Iba al gimnasio y hacía pesas y corría sobre una cinta. Mi hijo decía que era como su hámster, corriendo en su círculo de metal. Por estas cosas, y otras, le dije a mi madre que era una mala idea, pero ella puso su habitual cara de gallega inflexible, cruzó los brazos y levantó la ceja derecha por encima de la órbita.
-Niño, hace falta.
Así que allí fuimos el día de Nochebuena. No sé muy bien cómo convenció a mi exmujer. Mi exsuegra se quitó el abrigo de armiño sintético y mostró esa cara algo cadavérica de piel fina y quebradiza. Mi suegro se atusaba el bigote con un gesto adusto. Por la escalera ya se había discutido sobre la idoneidad de cambiar de colegio a los niños a un lugar más cercano de los abuelos maternos, y yo había comentado que igual convenía no alterar el ambiente social de los niños, como había recomendado el psicólogo; ella dijo que siempre que decía ‘psicólogo’ lo hacía con cierto retintín y que cuando no me convenía no hacía ni puñetero caso al tal psicólogo, a lo que yo respondí que el señor psicólogo había subrayado lo de evitar los cambios; ella dijo entonces que, si no tuvieran un padre imbécil y cobarde que se fue de su casa, no estarían sometidos a esos cambios.
Mientras la niña aporreaba la pandereta con toda su fuerza y cantaba el Burrito sandonguero, el abuelo resopló con un gesto de aquiescencia y repitió la palabra ‘cobarde’ como un general que somete a consejo de guerra a un soldado que huye del frente de batalla, así que, cuando entramos en casa, las caras ya estaban coloradas y a la suegra le resbalaban dos lágrimas panzudas que le pintaron un par de ríos azules en medio de la cara. Olía al caldo de mi infancia, la mesa estaba primorosamente decorada con velas, nueces y hojitas de plástico de acebo. El niño entonces quiso sentarse a la mesa con el móvil que le había regalado la madre, yo le dije que en la cena no había móvil, ella dijo que ahora hacía de padre y que de padre había que hacer todo el tiempo, el general en jefe señaló que ciertamente era una falta de respeto y el niño dijo que le daba igual, con lo que la abuela de fina piel lloró de nuevo, la madre gritó, el padre mediocre daba con la palma de su mano sobre la mesa y el abuelo, erguido e inflexible, abroncaba a la madre por haber comprado el cacharro y etcétera, etcétera.
Entonces apareció la mamá con algo entre las manos y lo puso encima de la mesa. Era una Sagrada Familia de una sola pieza, en madera, que yo recordaba de mi infancia. San José y la Virgen miraban tiernamente a un Niño Jesús que sonreía con los mofletes encendidos. Recordé entonces esos hermosos días de Navidad cuando eres niño, esos días que son la patria personal, la sensación única de familia, de dulzura, de salvación, de seguridad, de sorpresa. Me recordé mirando a aquel pequeño Niño tantas veces, en ese mismo salón, mucho antes de que mi padre muriera, mucho antes de que yo fuera una persona mediocre y vulgar, cuando aún se podía ser todo mirando al Niño y soñando con ser pleno, entre un par de animales, en un pajar. Volví a los años primeros, donde pasaba largos ratos mirando al Niño, saboreando esa promesa limpia de belleza, de plenitud, de gloria.
Era invierno, pero era el principio, se podía saber mirando al Niño, juzgando la naturaleza muerta de los árboles del parque, las ramas que cubrían las praderas. Empezaba todo y ese comienzo era promesa. No había entonces nada vulgar: ni las lucecillas de colores que mi padre desenredaba con paciencia de buey, ni el árbol de plástico con bolas de papel de colores, era todo la luz que habría de ser de la vida y, sobre todo, el Niño, el Niño acompañante, el Niño luminoso. Entonces el padre, con su desafinada voz de bajo, entonaba el Adeste, pero yo prefería siempre un villancico con letra, que decía yo, un villancico con voces donde aparecieran los pastores, los reyes, el Niño, los animales. La pura y enigmática sencillez de la creación, porque esa había sido la creación, mucho más que la de los siete días, eso era el principio, la promesa de las yemas de primavera en los palos de los chopos del parque. Y en esta ensoñación me di cuenta de que la madre miraba al Niño no como un ser mediocre, sino de nuevo como alguien empezando: promesa, promesa, promesa. Levanté entonces la vista hacia mi madre y me di cuenta de que todo el mundo había callado al ver al Niño, que mi hijo incluso había dejado de mirar el móvil para mirar al Niño, y que las caras habían descansado ahora, se habían dejado seducir por la sencilla belleza de la vieja familia.
Fue entonces cuando mi madre hizo la acción de gracias, me miró como se mira a un recién nacido y repartió la sopa.