Gil Ramos | 15 de febrero de 2018
Hace apenas unas semanas, se lanzaron por el primer ministro francés, Edouard Philippe, las líneas maestras de la reforma de la función pública que se pretende acometer en Francia, de acuerdo a los objetivos señalados por Emmanuel Macron. Se trata de modernizar una administración ciertamente vetusta, muy rígida en sus estructuras, percibida por la mayor parte de la sociedad como inconexa y en cierto modo extremadamente protectora en relación a sus empleados. La flexibilización del estatuto de los funcionarios que pretende Macron va a toparse, sin lugar a dudas, con los sindicatos, que, a diferencia de lo que ocurrió en la negociación de la reforma laboral, se mantienen en una posición conjunta de rechazo total a este proyecto. Amortización de puestos de trabajo, apuesta por la contratación laboral, modificación del tiempo de trabajo y mejora de la productividad son los principales elementos que se han ido desgranando por el Ejecutivo francés en lo que se antoja a todas luces un complejo proceso de reforma del sistema público. En particular, respecto a la productividad, se fijó en el periodo de Nicolas Sarkozy una prima por resultados y ya con François Hollande se impulsó la retribución por resultados colectivos. De momento, lo que se conoce de la reforma en este punto supone la recomendación de vincular de modo más directo el salario público a la obtención de resultados individuales y colectivos.
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Paralelamente, en España ha surgido un debate sobre la intención del Ministerio de Hacienda de incorporar en la negociación de la subida de los sueldos públicos el componente de la productividad. Es decir, aprovechar el marco presupuestario para abordar el incremento del salario público como consecuencia de la recuperación económica y, en ese contexto, incluir el rendimiento en forma de prima o remuneración al mérito y a los resultados cosechados individual y colectivamente.
En ambos casos, tanto en Francia como en España parecería a priori que las iniciativas gubernamentales tienen el acertado sentido de actualizar la función pública, de hacerla más moderna y adaptarla al tiempo en que vivimos. No obstante, deben precisarse algunos aspectos de relevancia para comprender que este debate resulta casi cíclico y a veces solo conlleva añadir más prejuicios para con los funcionarios y sus supuestas prerrogativas.
Si bien resulta siempre la pretensión de racionalizar y ordenar el empleo público, las diferencias entre París y Madrid son remarcables. Francia cuenta con un 20% de empleo público, que supone 5, 5 millones de empleados públicos, de los cuales 3,8 son funcionarios. Las magnitudes en España son bien distintas, ya que, tras la falta de reposición en los años de la crisis, el número de empleados públicos apenas alcanza los 2,5 millones, de los que tan solo 1,5 millones ostentan la naturaleza funcionarial. Por lo tanto, Francia, además de caracterizarse por disponer de una estructura pública farragosa y lenta, tiene un verdadero problema de sobredimensionamiento. Ello no ocurre en España, donde el ajuste público de 2010 con el Gobierno Zapatero, y luego las medidas de 2012 ya con el PP, han supuesto a medio plazo equilibrar la nómina que debe pagar el Estado a sus empleados. Una vez consolidada la recuperación económica, con el crecimiento del 3% en términos de PIB, el aumento sostenido del empleo privado y las previsiones macroeconómicas halagüeñas, los sindicatos de la función pública han tenido a bien plantear ahora la recuperación de parte del poder adquisitivo perdido en los años precedentes. En este marco de negociación, surge por enésima vez la discusión sempiterna de la valoración del trabajo de los funcionarios públicos y la injusta duda que se cierne sobre ellos por prejuzgarlos como un conjunto de trabajadores acomodados que tiene asegurado el bienestar para toda su vida, sean cuales sean su trabajo y resultados.
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Esta premisa es absolutamente falsa y, pese a que pueda haber, como en todas las organizaciones, personas dispuestas a no rendir, ello no implica que el funcionario esté fuera de control en su rendimiento ni que la retribución por su productividad no exista. De hecho, la introducción de un sistema de productividad no es en absoluto novedosa en la administración española. En ámbitos como la Inspección de Trabajo o Inspección de Hacienda, es natural trabajar con incentivos en función de resultados tanto en la vertiente individual como en la colectiva. En este sentido, la dificultad no reside en tener un sistema con conceptos retributivos variables, sino en cómo se perfilan los criterios objetivos que suponen alcanzar las distintas escalas de la productividad, desde el grado inferior al superior. En una actividad como la inspectora, es más sencillo poder incorporar tramos de productividad y criterios objetivos (requerimientos, informes, actas, visitas, materias investigadas) para configurar tanto el devengo individual como el colectivo provincial, pero hay muchos otros ámbitos de la administración donde eso resulta francamente mucho más complicado. Atención al público, servicios centrales, generales, áreas de gestión, tramitación, maestros, sanitarios, etc. En todos estos negociados, instaurar indicadores de la productividad resulta una tarea tan difícil como intentar cuadrar el círculo.
Como responsable durante un cierto periodo como jefe de unidad en la Inspección de Trabajo, puedo asegurar que cualquier instrucción de productividad es, por naturaleza, criticable a los ojos de muchos funcionarios, dado que se considera como el pretexto oportuno para reducir el salario de los empleados públicos y, con ello, la calidad de los servicios. Pero este tipo de instrucciones que contienen fórmulas complejísimas para medir el rendimiento variable, a pesar de ser tan odiosas e indescifrables, resultan al mismo tiempo inevitables, no solamente para contentar a la ciudadanía en relación a disponer de instrumentos de medición del rendimiento, sino sobre todo con el fin de conseguir la mayor eficacia interna en un servicio público tan esencial como el de la inspección. La cuestión sigue siendo si este sistema de incentivos ampliamente desarrollado en los sistemas de inspección de la administración puede extrapolarse a cualquier ámbito de la función pública. Y, para contestar a este interrogante, habrá que esperar a conocer la propuesta del Ministerio de Hacienda, aunque haya quedado demostrado históricamente que cualquier intento en esta materia no suele llegar a buen puerto. Buena suerte.