Agustín Probanza | 21 de febrero de 2018
Fue el bacteriólogo francés Louis Pasteur, quien, en el siglo XIX, nos dejó dicha (tácitamente) la necesidad de políticas para financiar el avance científico: «La ciencia es el alma de la prosperidad de las naciones y la fuente de vida de todo progreso». Mucho ha llovido desde entonces, pero lo cierto es que nadie discute hoy, frisando la segunda década del siglo XXI, el valor e importancia de la ciencia (y su hija, la tecnología) para mejorar la competitividad económica de las naciones. Hace mucho ya quedó desterrado el “que inventen ellos” que lanzase Unamuno y que, en cierta medida, de tanto manosearlo se ha descontextualizado de las trifulcas del escritor vasco con Ortega.
No es nuestro país uno de los que más invierten en ciencia. Basta darse un paseo por los datos estadísticos que ofrecen distintos organismos, como la OCDE, para constatarlo. Desde el comienzo de la crisis, menudean en nuestra prensa artículos respecto a ese mal posicionamiento de España en lo que se refiere a la inversión en I+D+i, pero sobre todo respecto al impacto que ha tenido la mala racha económica sobre la inversión en ciencia. Así, en 2016, la ciencia española se encontraba (en lo relativo a políticas económicas de apoyo a la investigación) retrotraída al nivel de 1998.
La inversión del Estado en ciencia cayó en nuestro país casi un 35% entre los años 2009 y 2013, según datos de la OCDE. Este descenso ubicó a España en el puesto del país europeo que más había recortado los presupuestos destinados a la investigación científica, por debajo de Grecia, Portugal, Italia e Irlanda y 33 puntos porcentuales por debajo de la media de la Unión Europea. Desolador.
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Si prestamos atención a los últimos datos del Instituto Nacional de Estadística (INE), el escenario empeora. El gasto en I+D fue de 13.2 M€ en 2016, lo que representa el 1,19% del Producto Interior Bruto (PIB). Ese año, por sexto año consecutivo, la I+D+i perdía peso en la estructura productiva de nuestra nación, evolucionado por debajo del PIB. En 2016, España invirtió un 9,1% menos en I+D+i que en 2009, en tanto que la Unión Europea, en promedio, dedicó el 27,4% más. Si comparamos la evolución de la inversión en I+D+i en España con tres de las grandes economías del continente, el desplome queda claro: frente a nuestra caída de un 9,1%, el Reino Unido incrementó la inversión casi un 40%, Alemania un 37% e Italia un 12%.
Y en este contexto, ¿qué han hecho científicos y gestores de la investigación en universidades y otras entidades dedicadas a la I+D+i? Desde hace años, han hecho el papel de Casandra, quien por incumplir un pacto (carnal) con Apolo mantuvo el don de la profecía que el dios del amor le había otorgado, pero con la maldición de que nadie creería jamás en sus pronósticos. Aquí, sin embargo, ni son etéreas profecías (son cifras y datos tangibles), ni hay incredulidad respecto a las previsiones (hay falta de voluntad política). La Confederación de Rectores de las Universidades Españolas (CRUE), la Confederación de Sociedades Científicas de España (COSCE), sindicatos y otros colectivos implicados en la ciencia se han constituido en una plataforma, Carta por la Ciencia, que pretende denunciar la situación y llevar al ministro de Economía, Luis de Guindos, o quien le sustituya en los próximos días (como responsable en la financiación pública de la I+D+i en España), la voz de todos los científicos, que ven el deterioro de la financiación de la ciencia. Entre las reclamaciones de esta plataforma hay algunas que, en mi actual responsabilidad de gestor de I+D+i en la Universidad CEU San Pablo como vicerrector del ramo, he podido constatar. Se trata del fiasco de la última convocatoria del Plan Estatal de I+D+i (2017), que solo ha financiado el 50% de los proyectos presentados (una tasa de fracaso muy alta), a lo que hay que añadir que la asignación para estos proyectos ha sido de un 33% de lo que antaño financiase el Plan Estatal. Esto (ya una tendencia desde los últimos años) lo han sufrido nuestros investigadores en la USP en igual medida que nuestros colegas de universidades públicas o centros de investigación, y solo será posible sobrevivir con más financiación interna y yendo a otros «caladeros», como Europa, vía H2020.
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La actividad científica que sustenta la producción de esta (publicaciones, patentes) depende de la financiación a las células básicas de la I+D+i: los grupos de investigación. En una ocasión, una catedrática de la Facultad de Farmacia de nuestra universidad y líder de un grupo potente y consolidado me dijo que la vitalidad de los grupos de investigación es como una hojita, flotando y girando en un remolino de agua. Cuanta menos financiación hay, menos producción y más distanciamiento del imparable y competitivo entorno: la hojita gira cada vez más rápido, más adentro y sin posibilidad de escapar del vórtice que acabará, irremisiblemente, engulléndola.