Javier Rupérez | 04 de abril de 2018
Su causa, inseparable de sus convicciones cristianas, es digna de respeto y admiración
WASHINGTON D.C. (EE.UU.) |
El pastor baptista y visible líder de la campaña para reivindicar la igualdad de derechos de la población de color en los Estados Unidos fue asesinado el 4 de abril de 1968 en la ciudad de Memphis, en el Estado de Tennessee, hace ahora exactamente medio siglo. Su muerte desató en todo el país una gigantesca oleada de protestas que, desde Los Ángeles hasta Washington D.C. y durante varios días, se cobró decenas de vidas y produjo una masiva destrucción de propiedades públicas y privadas. La conmoción nacional sentida por su desaparición sirvió para acelerar en la Casa Blanca y el Congreso la adopción de gran parte de las medidas que Martin Luther King había reivindicado para acabar con las discriminaciones que penalizaban a la población negra del país.
Su figura, con razón, ha quedado indisolublemente unida a la exigencia de igualdad para todos los americanos, y en verdad para toda la humanidad, con independencia de los orígenes raciales. Su principal argumento consistía en el recordatorio de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, allí donde se afirma que todos los hombres han sido creados iguales. King es hoy un dato indispensable en el reducido catálogo del panteón americano de hombres ilustres, junto con George Washington, Thomas Jefferson, Abraham Lincoln, Theodore Roosevelt y John F. Kennedy y, como todos ellos, tiene su monumento en el “Mall” de la capital. El reconocimiento internacional ya le había llegado en 1964, cuando con solo treinta y cinco años, el más joven de todos los que hasta ahora lo han recibido, fue distinguido con el Premio Nobel de la Paz. En el calendario laboral americano, junto con Labor Day, o Independence Day, o Presidents’ Day, o Thanksgiving, figura permanentemente también el Martin Luther King Day. Dedicado precisamente a recordar las causas por las que luchó y murió, junto con la continua necesidad de reverdecer sus principios y no cejar en la exigencia de su aplicación.
Aunque la esclavitud hubiera sido abolida en 1863, como una de las consecuencias de la Guerra Civil entre el Norte y el Sur del país, y aunque en teoría la población negra hubiera quedado con ello equiparada a la blanca en el reconocimiento y goce de los derechos civiles, la realidad era muy distinta y, como demuestra la peripecia vital de King cien años después, las personas de color en la mayor parte de los estados sureños seguían siendo sometidas a una discriminación de hecho y derecho en la educación, en el acceso a las funciones públicas y privadas, en la utilización de los servicios públicos de todo tipo. La legislación de varios de aquellos estados prohibía la celebración de matrimonios mixtos. Se trataba de un sistema racista inconsútil del que dan dolorosa noticia la historia y la literatura norteamericanas. No fue King el primero en denunciarlo, pero sí el que consiguiera galvanizar de una manera consistente la atención pública y privada hasta convertir su causa en un movimiento popular y masivo, del que fue definitiva muestra la gigantesca manifestación convocada en el “Mall” de la capital en 1963, cuando King, en las escalinatas del monumento a Lincoln, pronunció su siempre recordada alocución del “I have a dream”, tengo un sueño de igualdad y fraternidad. El cuarto de hora mas repetido de la oratoria pública americana, junto con las palabras que Lincoln había pronunciado cien años antes en el campo de batalla de Gettysburg.
Cualquier observador medianamente atento de la realidad americana podría constatar las situaciones y los sectores en los que la población afroamericana sufre todavía situaciones de hecho en las que se ve desfavorecida con respecto a otros grupos mayoritarios o minoritarios de la comunidad y podría aportar ejemplos, remedios y explicaciones. Pero será difícil negar que, en los cincuenta años transcurridos desde que Martin Luther King fuera asesinado, el camino recorrido ha sido tan espectacular que hasta ha contemplado cómo el país elegía por primera vez a un presidente de color. Barack Obama no hubiera sido posible sin King. Su legado, que incluye también un contundente rechazo de la violencia -fue un decidido opositor a la presencia de los EE.UU. en Vietnam y un portavoz vigoroso de la lucha contra la pobreza-, es inseparable de sus convicciones cristianas y de la consiguiente e indeclinable afirmación de la dignidad humana. Los cincuenta años transcurridos desde su muerte deben servir para acrecentar el respeto, la admiración, la inspiración y el seguimiento que su vida mereció.
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