Gil Ramos | 05 de abril de 2018
Los idus de marzo nos trajeron cierta acumulación de manifestaciones en el ámbito social. Al ocho de marzo más reivindicativo de los últimos tiempos le siguió la manifestación masiva de jubilados en pos de una pensión digna. En esta materia se produjeron importantes concentraciones en las principales ciudades de España, con gran repercusión mediática y cuyo fondo era poner en cuestión la revalorización del 0,25% actual por suponer una pérdida del poder adquisitivo para la mayoría de jubilados.
Tras el amago de una primavera con “frente social” con los pensionistas en la calle, el Gobierno reaccionó. La llegada del mes de abril ha supuesto el enfriamiento de las protestas por medio de la presentación del contenido del Proyecto de Ley de los Presupuesto Generales del Estado para el año 2018, que contempla una batería de medidas muy potentes destinadas al incremento de las pensiones de viudedad, de las pensiones mínimas y de las pensiones más bajas. Es decir, un incremento de 5.188 millones respecto a 2017 que afectará a unos 6 millones de pensionistas. Por lo tanto, la vía abierta por los pensionistas manifestantes a la que se apuntaron los sindicatos parece haberse contenido.
Resulta cierto que habrá que esperar todavía un poco para ver si este proyecto de ley pactado con Ciudadanos es respaldado por el PNV, ya que el surrealismo del escenario político en Cataluña impide, como no podía ser de otro modo, que el grupo nacionalista vasco tenga a bien apoyar unos presupuestos que además le favorecen en términos objetivos. Sería realmente delirante que por culpa del demonizado artículo 155 los “solidarios nacionalistas” se quedasen sin su pingüe tajada. Por otra parte, la izquierda proscribe cualquier acuerdo con el PP, pero resulta especialmente complicado tener que explicar a la población la negativa a tales medidas de mejora en las pensiones más bajas, con lo que tanto Podemos, como especialmente el PSOE, parecen varados en sus propias contradicciones existenciales.
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En todo caso, el aumento de la partida de los presupuestos destinada a pensiones es incuestionable, y ello determina lógicamente un parón en la protesta callejera de los jubilados. Sin embargo, estas medidas inapelables en cuanto a su oportunidad y trascendencia se construyen tras las referidas movilizaciones que señalaban al Gobierno como culpable en la disminución del poder de compra y denostaban el Pacto de Toledo. Los lemas que se utilizaron en las pancartas y los altavoces de las manifestaciones masivas fueron muy simplones, pero efectivos. “Nos quitan las pensiones, pero ellos roban (los políticos) y se lo llevan crudo”. Ante estos argumentos demagógicos es difícil reaccionar con ideas, pero aun utilizando el aumento razonable de las pensiones más bajas no debería evitarse intentar explicar a los ciudadanos sosegadamente cuál es la situación actual del sistema de pensiones y los desafíos del futuro en este campo.
La realidad actual es que nos encontramos con pensiones de jubilación cuya tasa de reemplazo (el valor que mide el porcentaje que cubre la pensión respecto el salario percibido) se sitúa en el 82%, según datos del informe Pensions at Glance 2017, de la OCDE. Es decir, una de las tasas más elevadas del mundo, muy superior a Francia (74%) y a la media de la UE (71%). El foco de la desigualdad se centra en las pensiones mínimas y de viudedad, eso es innegable, pero debe afirmarse que los jubilados, en su mayoría, disfrutan de largas carreras de cotización (es decir, son los denominados trabajadores insiders, con múltiples derechos adquiridos a lo largo de la vida laboral que ahora se jubilan).
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Por ello, no es cierto que las pensiones hoy sean indignas ni se haya robado. Lo que sí subyace en el fondo es una cuestión vinculada a la crisis que hemos padecido. Estos jubilados con pensiones razonables han tenido que sufragar los gastos de los jóvenes expulsados del mercado laboral y de toda una familia al amparo de la precariedad (los trabajadores outsiders). Pero para solventar este problema no se puede cargar contra el Pacto de Toledo o contra el sistema público de pensiones, que funciona bien en términos comparativos y objetivos.
Otra cuestión bien distinta es la sostenibilidad del sistema a medio y largo plazo. Para ello, la clave reside en el consenso político, en el pacto, ya que el armazón del sistema en veinte o veinticinco años va a sufrir una presión inaudita para los cotizantes, con una fuerza laboral menguada por la tendencia demográfica. Este es un asunto, sin duda, de Estado, que requiere de reflexión y de confluencia para abordar los cambios. Algunos abogan por el complemento privado por medio del ahorro de unos planes de pensiones, castigados por ahora vía fiscal; otros consideran que debe implantarse un sistema de cuentas nacionales con una capitalización que puede conllevar riesgo de devaluación, y otros pretenden financiar las pensiones con impuestos a los bancos, que repercute el problema al trabajador de clase media. Si echamos la vista a Francia, nos encontramos, por ejemplo, que desde los años noventa existe un impuesto especial para sufragar las pensiones, la Contribución Social Generalizada (CSG), que se basa en la solidaridad y se paga por todos, incluyendo a jubilados. Este impuesto aporta al Estado 90.000 millones de euros al año. ¿Quién quiere ponerle el cascabel al gato?
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En cualquier caso, el sistema público de pensiones no está en riesgo, pero sería prudente acordar una hoja de ruta sensata en el ámbito adecuado del Pacto de Toledo con los partidos políticos y agentes sociales, eliminando absolutamente la tentación del uso político. Hay que esforzarse en intentar trasladar a los ciudadanos que la sostenibilidad de un sistema público requiere de unos ingresos que superen los gastos y eso supone contribuir. Se trata, al fin y al cabo, de evitar la demagogia y contar a la población hechos y posibles soluciones. Pese a la sociedad de la posverdad mediática en que vivimos, somos adultos y merecemos que nos traten como tales.
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