Ricardo Morales | 11 de abril de 2018
Hace unas semanas se cumplieron 20 años del estreno de Torrente, el brazo tonto de la ley. La película, protagonizada y dirigida por Santiago Segura, fue un éxito en taquilla y sentó un precedente en la forma de hacer comedia en la gran pantalla española.
José Luis Torrente encarnó, en una España de tradiciones amojamadas, todo lo que cabe esperar de un cretino total: maleducado, racista, zafio, machista y un pervertido de primer orden. De este modo, las películas de Segura se convirtieron en una mueca del Goya más oscuro que buscaba, ante todo, caricaturizar a una sociedad acomodada en sus segundas viviendas en primera línea de playa y en su entusiasmo reconocido por llevar el pelo a lo Mario Conde. Ese peinado marcó una generación; igual que los chistes del policía que era del Atleti y que, a pesar de su ineptitud al final, con el peor equipo humano posible, conseguía salvar al mundo.
Lo que empezó por ser una comedia con ciertas pretensiones de crítica social –como adolecen todos los géneros del cine patrio- terminó por convertirse en la saga con más éxito comercial en la historia de nuestro país. Las razones de este éxito fueron: los cameos de los famosetes de época, puntos de giro inverosímiles, gags continuos –vayan o no a molde con la débil trama- y, sobre todo, el poder ver durante un buen rato a un gordo semidesnudo saltar a la comba.
Torrente fue la primera factoría de gifs interactivos del mundo. No porque la productora de Amiguetes Entertainment se ocupase de sacarle jugo a unas redes sociales inexistentes a finales del XX. Sino porque en cada recreo, frente a cada máquina de café, en cada sobremesa de la Primera Comunión de un sobrino, conseguía hacer contorsionar a los bufones de cada camada con “¿nos hacemos unas pajillas?”
Este sentido del humor que apela a lo primario y no te lleva a ningún lado más que a la sacada de dientes al instante tiene, o debería tener, fecha de caducidad. La razón dice los 16 años. Los números dicen que hasta que la veleta económica o el capricho picaresco de los españolitos dure. Y van cinco y es posible una sexta.
Yo, en lo personal, me bajé en la tercera, cuando tenía 17 años. Sencillamente porque veía que no me llevaba a ningún lado y fue entonces cuando empecé una peregrinación por el desierto de las comedias con estilo y cierto nivel en sus bajadas de nivel.
Fue gracias a otros locos que pude conocer a los Python, a John Landis y sus Granujas a todo ritmo, Amanece que no es poco de José Luis Cuerda, la Belle Epoque de Fernando Trueba o al primer Álex de la Iglesia. Encontré una risa un tanto oscura y absurda, pero lo suficientemente humilde y franca para no agotarse en sí misma. No terminadas sus reproducciones, ya estaba buscando ese libro, esa banda sonora u otra película que me ayudase a afinar más mis chistes. Torrente, en su fatuidad, me indica que lo que veo podría ser una mañana alocada en Mujeres y Hombres y Viceversa.
Tomarse en serio el humor es una cosa muy seria. En España, como en pocos sitios del mundo por nuestra historia y por nuestra cabezonería, disponemos de una cantera invisible abrumadora, capaces de hacer con inteligencia y estilo, y no con irreverencia insultante al estilo de Auron Play o Querido Antonio, desternillarse a millones de personas. Sin la necesidad de caca, pedo, culo o pis. O sin la necesidad de simplificarlo todo a un romance plagado de tontunas y clichés al estilo catalán o vasco.
Desempolvemos al buen Gila, aupemos Las Noches de Ortega, miremos con nostalgia y reconocimiento La hora chanante de Reyes, Sevilla and company.
Existió una forma de hacer humor que merecía la pena ser recordada. Que se lo apunten quienes tienen la responsabilidad y el deber moral de hacernos reír hoy.