Gonzalo Sanz-Magallón | 12 de abril de 2018
Es conocido el fracaso de nuestro sistema universitario en materia investigadora. Según el informe del Shanghai Ranking Consultancy, que únicamente mide los resultados de la actividad investigadora, España es el único país desarrollado que no cuenta con ninguna institución entre las 200 primeras. Esta situación contrasta con las clasificaciones que se realizan de los centros de posgrado privados, en la que varias instituciones nacionales se sitúan entre las mejores del mundo.
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Las recientes irregularidades surgidas en la gestión de la función formativa de los centros, con el descubrimiento de casos de alumnos que han disfrutado de excepcionales condiciones, ponen en evidencia los mecanismos de control de la calidad docente actualmente en vigor. Es importante destacar que los organismos supuestamente encargados de supervisar la calidad de las universidades, dependientes de la Administración estatal y regional, no han sido los que han sacado a la luz los problemas de falta de calidad. Toda la burocracia que implica la actual regulación de las acreditaciones de títulos se manifiesta claramente incompetente como mecanismo de promoción de la calidad y la excelencia.
Esta situación debería hacer reflexionar a todos los agentes implicados en el diseño y la gestión de la política universitaria. Al igual que sucede en muchos ámbitos de las políticas públicas, como, por ejemplo, las pensiones o las políticas de empleo, existe un diagnóstico consensuado entre especialistas sobre las reformas necesarias para mejorar los resultados y la eficiencia de los recursos públicos empleados. Esas reformas implican que los recursos se asignen en función del éxito que tengan los departamentos y universidades, medidos de forma objetiva: demanda de alumnos y resultados de la actividad investigadora procedente de recursos privados.
Promocionar la excelencia no implica destinar mayores recursos a las universidades per se. La comparativa internacional indica que cuando el origen de los fondos proviene de fuentes no estatales (familias, empresas o fundaciones) se mejoran notablemente los resultados, ya que se potencian el rendimiento de cuentas y la financiación ligada al cumplimiento de objetivos. En los países con las mejores universidades del mundo, Estados Unidos y Reino Unido, las Administraciones públicas aportan, respectivamente, el 36% y el 57% del total de recursos a las universidades, mientras que en España este porcentaje es del 69% del total. Aquí está el principal problema.
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Otra cuestión relevante consiste en incentivar el potencial que tienen algunas universidades privadas, que actualmente se encuentra limitado por la competencia desleal que ejercen los centros públicos. ¿Qué consecuencias hubiera tenido el hecho de que las irregularidades actuales se hubiesen producido en un centro privado?
Lamentablemente, en España no existe igualdad de oportunidades entre nuestros jóvenes en el terreno universitario. Las familias de mayor nivel socioeconómico disfrutan de posibilidades de acceso a centros privados que no están al alcance de los grupos menos favorecidos. Como muestra, podemos afirmar que en las encuestas realizadas en el marco del proyecto de investigación CUNEMAD, en torno al 50% de los alumnos de Administración y Dirección de Empresas matriculados en centros públicos de la Comunidad de Madrid declararon que a igual coste hubiesen optado por estudiar en una universidad privada.
Una interesante solución que actuaría como un importante revulsivo del sistema consistiría en el establecimiento de un bono al universitario, un sistema de financiación directa al estudiante, de forma que la cantidad asignada pudiera utilizarse en centros privados y de la Iglesia, los cuales vienen demostrando superiores niveles de eficiencia, calidad y excelencia, en comparación con los centros públicos.