Javier Rupérez | 14 de abril de 2018
En el principio, era la Constitución Española de 1978. Un hito en la historia de nuestro país. Un reflejo inigualable de la voluntad de concordia, entendimiento y reconciliación que los ciudadanos del antiguo solar habían alcanzado tras siglos de pendencias, tras experiencias revolucionarias y dictatoriales, tras enfrentamientos fratricidas que habían puesto en duda la misma supervivencia de la casa otrora común.
#LaConstituciónEs… Muchas respuestas, de quienes nos visitásteis en #PuertasAbiertas17 y también de los que hoy os habéis sumado en el #DíaDeLaConstitución. ¿Y para tí? ¿Qué es la Constitución? pic.twitter.com/NjLWhE5Gca
— Congreso (@Congreso_Es) December 6, 2017
Fue la Constitución en la que pudieron encontrarse la izquierda y la derecha, el centro y la periferia, los pobres y los que no lo eran tanto. Había esperanza en cantidades razonables para todos. Y, sobre todo, había suficiente generosidad para que los que habían concebido su destino en términos más tribales que nacionales pudieran encontrar acomodo en una España unida y diversa, armónica y plural, tan variopinta en los detalles como identificable por los rasgos comunes. En el principio, ciertamente, era la Constitución que devolvía a los españoles su caudal de libertad, su vía para la superación individual y colectiva, la puesta a punto de unas instituciones arraigadamente democráticas, la recuperación del ritmo histórico y político con la comunidad de naciones euroatlánticas que ya llevaban decenios practicando la misma noción de la convivencia.
Pero aquel texto que para la inmensa mayoría de los españoles era, en efecto, el principio de una nueva y mejor historia necesitaba del elemento sin el cual ninguna obra humana puede fructificar: la lealtad. Y los nacionalismos catalán y vasco, que tantas y excelentes razones tenían para haber encontrado en el texto constitucional una vía para satisfacer sus aspiraciones de autonomía y autogobierno en el contexto de la “patria común e indivisible”, utilizaron torticeramente esos elementos para perseguir sin pausa ni descanso sus afanes separatistas e insolidarios, en una muestra siempre sospechada y ahora plenamente confirmada de obscena deslealtad. Supieron torcidamente explotar las fragilidades del sistema, contar con la necesidad de sus apoyos para construir mayorías gubernamentales, presumir con razón de la buena y leal voluntad del resto y crear mientras tanto una maraña de mentiras y ocultaciones, entre las que no han faltado las reclamaciones supremacistas de tinte violento, racista y dictatorial. Todo ello ha cobrado en estos meses una rotunda e inescapable realidad que enfrenta a la aplastante mayoría del pueblo español con un dilema terminal: la patria está en peligro, la patria de siempre y de ahora, la patria liberal y tolerante de la Constitución de 1978, la España democrática y europea, la comunidad que, con sangre, sudor y lágrimas, los españoles han sabido construir, para admiración de propios y extraños, en las últimas cuatro décadas.
Hasta aquí hemos llegado y ya no caben paños calientes, ni medias tintas, ni fingidos afectos, ni negociaciones de penúltima hora. Las cartas están sobre la mesa y ofrecen solo dos alternativas: de un lado, la de la razón liberal de una comunidad secular integrada por individuos libres e iguales; de otro, la obscuridad retrógrada y reaccionaria de unas tribus excluyentes regidas por las clases extractivas aficionadas a la manipulación fascista. Ya no hay terceras vías que valgan, ni cesiones posibles, ni búsquedas de recovecos, ni posibilidad de atajos. Quien no lo quiera comprender, quien todavía opine que con un poco más de cupo vasco allí, y un poco menos de lengua española acá, la fiera se va a civilizar, está cometiendo el peor de los errores, el más grave de los delitos: aquel que consiste en entregar el territorio, tan arduamente ganado, al enemigo jurado del pueblo y sus derechos. Y si bien se mira desde ese exigente punto de vista, el problema de la Constitución Española no reside en la reforma que de ella predican los frívolos cantamañanas y aprovechados de la legua que, desgraciadamente, tanto proliferan en nuestros parajes, sino en la urgente necesidad de poner en práctica de manera tan democrática como contundente el cuerpo central de sus preceptos, aquel que se articula en torno a “la patria común e indivisible de todos los españoles”.
Hacen falta políticos con altura de miras para afrontar la cuestión catalana y solucionarla
Y ahí ya no caben los conciertos económicos, ni las inmersiones o las segregaciones lingüísticas, ni los despilfarros autonómicos, ni las historias parroquiales, ni los barroquismos del baranda de turno, ni las geografías pueblerinas, ni las historias inventadas, ni, por supuesto, la podrida codicia que ha encontrado en los diversos taifas lugar abonado para la corrupción, salpicando la geografía española de malversación y sinvergonzonería. Digámoslo con todas las letras: entre otros muchos horrores, el nacionalismo y sus versiones particularistas han conseguido en poco tiempo derruir la admirada seriedad con tanto esfuerzo levantada por los españoles durante cuarenta años. Ya lo dicen los castizos: si el separatismo es la respuesta, muy mal planteada debe estar la pregunta.
Estamos en un momento crítico, doblemente tal por la complicada arquitectura que en la actualidad componen los partidos políticos de ámbito nacional, por lo general más inclinados al interés cortoplacista de sus propias expectativas que al urgente e inaplazable que exige el presente y el futuro de España. Harían bien en constatar que el problema central con el que el país se enfrenta es el de su propia unidad, ya que en ella se encierra no solo un imprescindible legado político e histórico sino, además, la garantía de nuestras libertades y derechos. Los españoles, visiblemente, están dispuestos a depositar su confianza en aquellos que han demostrado o están en trance de demostrar que han comprendido la dimensión del reto y dicen estar dispuestos a tomar las medidas necesarias para superarlo. Seguramente porque saben que la clave está en el retorno al principio, en volver a empezar, allí donde precisamente se encuentra la medida de nuestro mejor futuro. Porque, en el principio, era la Constitución de 1978. Y lo sigue siendo.
Quim Torra ha ordenado descolgar los lazos amarillos de los edificios públicos. El presidente de la Generalitat dispara para seguir haciendo ruido y se esconde tras el humo. Sánchez no da la cara y es el Poder Judicial el que defiende el Estado de derecho.