Javier Pérez Castells | 23 de abril de 2018
No hay razón que impida que las teorías evolutivas ensanchen nuestros sentimientos sobre lo divino. Continuando con el artículo sobre la supuesta amenaza del evolucionismo para la fe, seguiremos desgranando las ideas de John Haught que clama por una nueva teología de la evolución. La primera idea evolucionista presuntamente peligrosa para la teología sería el que la mecánica evolutiva se base en el azar y en la selección natural que destruye al débil y al menos adaptado en un proceso en apariencia cruel y violento. De ello nos ocuparemos en esta segunda entrega. Una creación que avance así, por azar, o mediante mecanismos crueles parece incompatible con ciertas visiones de Dios, en especial con el concepto de la omnipotencia divina. Es incompatible con la imagen de Dios como diseñador inteligente que no permite participación en la configuración del mundo.
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Uno de los argumentos que utilizan los ateos es que la teoría evolutiva moderna nos explica cómo, a través de largos periodos de tiempo, la naturaleza puede avanzar en la creación de estructuras cada vez más complejas llegando a explicarse cómo surgen los organismos vivos superiores e incluso el hombre. Las ciencias más avanzadas explican cosas como que la termodinámica de la vida sea cuesta arriba energéticamente. Con la termodinámica de sistemas complejos no lineales y la teoría del caos que ayuda a explicar cómo se organizan los sistemas por sí solos, ¿dónde puede estar entonces la posibilidad de que Dios actúe o intervenga en la naturaleza?
Esta pregunta surge aquí por una visión mecanicista del mundo. Al llegar Darwin los científicos estaban completamente inmersos en el principio mecanicista de la física de Newton y el pensamiento de Descartes y los datos evolutivos intentaron ser anclados a ese punto de vista mecanicista. Y aún hoy esta visión empapa las interpretaciones de las teorías de síntesis evolutiva más recientes. Así que, por un lado, el mecanicismo y por otro la visión del Dios omnímodo, parecen irreconciliables, a la vista del caos de la naturaleza y de la evolución de la vida por selección natural y por azar.
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¿Qué propone Haught? El reto, será dar a Dios una imagen nueva pero que sea compatible con las ideas tradicionales y sagradas con las que la mayoría de los creyentes lo perciben. Si no, aunque lográramos una imagen de Dios compatible con la evolución, estaría tan lejos y sería tan extraña a la experiencia religiosa habitual que no resultaría interesante para el creyente. Además, encontrar una teología en la que la evolución este imbricada será de beneficio no solo para la conciencia religiosa sino también para la causa de la ciencia. También la ciencia ha sufrido muchísimo porque un gran sector de la población mundial, incluidos muchos cristianos, ha considerado a ésta totalmente irreconciliable con su sentimiento más profundo de Dios. Mucho de este desencuentro viene de científicos evolutivos que se empeñan en presentar las teorías de una manera compleja e irreconciliable con la fe. Hay creyentes que sienten que tienen que elegir entre la evolución y Dios y muchos abandonan las ideas de Darwin y buscan otras alternativas como el creacionismo, o el diseño inteligente. Es evidente que la culpa de este desencuentro la tienen también muchos creyentes que se fuerzan a elegir entre Dios y Darwin por culpa de hábitos teológicos muy cuestionables que identifican a Dios con nociones de orden y diseño.
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La idea fundamental es abandonar la idea de la creación como un diseño ordenado, y verla más como una promesa de futuro. Así, la biología evolutiva puede aparecer, no solamente perfectamente compatible con la fe sino incluso como una nueva vía para encontrar una fe más profunda y completa. Sin embargo, la imagen de Dios que nos explican en el colegio es, a veces, un poco estrecha. La teología natural tradicional difícilmente engloba las teorías evolutivas; no puede acomodar la contingencia y la confusión de los procesos de la vida.
El trabajo que los teólogos deberían realizar, según Haught, es contrarrestar las posturas de gentes como Richard Dawkins o Daniel Dennett y también la reserva que muchos cristianos y otros creyentes tienen frente a la evolución. Se trata de llegar a una teología que no solamente acomode la teoría de Darwin, sino que la abrace con entusiasmo.
Se propone volver a una imagen de una deidad vulnerable, indefensa y humilde que es muy acorde a la visión del cristianismo primitivo, pero que fue de alguna manera subvertida cuando el cristianismo se convirtió en religión oficial del imperio. Si lo pensamos, la visión de la vida en evolución es muy concordante con un Dios que se somete la crucifixión y a la entrega completa. Que la crucifixión y el sufrimiento de Jesús sean algo inmerso en la experiencia divina cuadra bien con un Dios humilde que deja evolucionar su criatura. Es una imagen de Dios que no implica debilidad ni falta de poder sino una cierta decisión de indefensión y de vulnerabilidad que paradójicamente pueden ser las formas más poderosas para desarmar al mal. La forma en la que Dios puede por tanto vencer lo maligno es con una paradójica entrega total a la debilidad. La palabra que utiliza para definirlo es indefensión frente a falta de poder que no sería correcto.
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Con una reelaboración tal del concepto de omnipotencia, que dejaría de ser el de un poder omnímodo que se ejerce sobre la creación, sino el de un Dios que es poderoso pero que decide hacerse indefenso, se entiende mucho mejor cuál ha sido el proceso de creación del universo y del mundo en sí mismo. Porque no es una consecuencia de la voluntad divina sino más bien una consecuencia de la auto restricción divina. Vienen muy a cuento aquí las palabras de San Pablo: despojándose de su rango y convirtiéndose en servidor de todos.
La teología puede dar una explicación a por qué la creatividad evolutiva ocurre espontáneamente y de una forma autocreativa. Hay que ver la realidad no como una materia impersonal, ni como el resultado de un diseño sino como el resultado de un vaciado amoroso y sufriente de la persona de Dios. La naturaleza es el amor de Dios. El símil es compararlo con el amor de las personas. Nosotros no queremos a la gente solo cuando es perfecta y está totalmente educada y formada, no queremos poseerles para que hagan lo que nosotros queramos. Si amamos bien y no simplemente creamos apegos egoístas dejamos a la otra persona que tenga su independencia, que evolucione, que se equivoque, que tropiece…
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Esta idea de Dios evidentemente queda fuera del análisis científico que nunca necesitará de la hipótesis divina pero sí que se enfrenta en superioridad a las tesis materialistas que suelen acompañar a las ideas científicas del evolucionismo. Es una respuesta a la pregunta ¿por qué la naturaleza puede evolucionar de una manera espontánea y auto creativa? que se aleja tanto de la respuesta materialista como lo de la respuesta del diseño inteligente. La metafísica de la humildad divina explica la respuesta esa pregunta mucho mejor.
Hay que admitir por supuesto que la explicación del sufrimiento del mundo no es perfecta con esta teoría. Haught admite que no hay teodicea definitiva. Pero la evolución introduce una dimensión que ayuda un poco. Puesto que nos explica que el universo está en un proceso de creación constante, que no está acabado y por tanto no puede ser perfecto, tiene que tener errores incluidas los que causan dolor. Pero Dios sufre con su creación. Dios guardará en su corazón todos los sufrimientos, luchas y logros del mundo en evolución. Quedan ahí para siempre y en su corazón divino es donde adquieren sentido, aunque esto último solo podemos esperarlo con la fe. El sufrimiento amoroso de Dios asume su máxima expresión en la muerte y resurrección de Jesús.
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¿Cómo actúa Dios en el mundo? Para empezar restringiéndose a sí mismo de forma continua y ofreciendo un sinfín de posibilidades a la creación. No dirige las mutaciones genéticas, no dirige la selección natural, sino que permite que el mundo, a lo largo de un tiempo muy, muy extendido, explore todas las posibilidades. De esa manera cada vez se va desarrollando de una forma radicalmente distinta a la naturaleza del propio Dios. Es así como el amor genuino funciona, dejando que la persona amada sea diferente a nosotros, aceptando su diferencia, aceptando su evolución distinta. Una creación perfecta, dirigida en cada paso por un diseñador, no sería más que una prolongación del mismo Dios. Ni tendría sentido ni cabría el libre albedrío en ella. Dios realiza su gran obra permitiendo por amor que exista algo realmente diferente a él mismo.