Javier F. Mardomingo | 20 de abril de 2018
Sevilla volvió a ver cómo asomaba el pañuelo naranja al quinto de la tarde. «Orgullito», un negro listón de Garcigrande, se marchó vivo de vuelta al campo, directo a la vida pasando por la gloria que le otorga la lluvia de pañuelos que pidió su perdón. El Juli y Garcigrande, un tándem de categoría que… ¿pone a todos de acuerdo?
«Orgullito» no fue un buen toro, fue un torazo. Especialmente en el último tercio. Es cierto que no salió mal del caballo, pero tampoco la pelea en el peto fue de enmarcar. Embistió con clase una y otra vez, tantas como Julián quiso, pero para un servidor le faltó ese punto de picante que hace que a uno se le encoja el corazón en cada acometida. El Juli estuvo sensacional con él, puede que fuera una de las mejores tardes de su carrera. Una faena de rabo, sin duda, y en Sevilla en abril, ¡casi nada!
Clase magistral de El Juli. pic.twitter.com/Dz4P8KnLoK
— Toros (@toros) April 16, 2018
Pues no hubo rabo, sí dos orejas simbólicas. Las gentes del toro parecen últimamente empeñadas en lanzar un mensaje de vida favoreciendo el indulto de los toros. Hay quien dice, y dijo en Sevilla tras el indulto, que ese mensaje es el mejor argumento que tiene la tauromaquia del siglo XXI. Perdonen, pero aquí hay uno que tiene argumentos más allá. La tauromaquia es el último reducto de misticismo en el que la vida, como la muerte, se acercan hasta cruzarse y en el que un animal muere de la manera más digna de cuantas hay. Si se trata de un ejemplar como «Orgullito», más todavía. Dando batalla hasta el final, sin parar de meter la cara y comiéndose la muleta.
El problema es que en una plaza de primera, para indultar un toro no ha de ser un torazo, tiene que ser un toro excepcional. Si además se trata de Sevilla o Madrid, el toro tiene que ser casi único. No se trata de que Sevilla haya puesto el listón bajo en cuanto a perdonar la vida al animal. Tiene que ver con el triunfalismo que impera en esa y otras muchas plazas. Se ha cogido por costumbre determinar que el premio máximo a un torero es ese, y no es verdad. El indulto es un premio al toro que, además de cumplir en el ruedo, ha de mantener un trapío y una morfología ejemplar, cuestión que, por supuesto, ha dejado de importar. El máximo premio para un torero es el rabo, y ni siquiera se concedió uno a El Juli, más que merecido; dejó de importar porque, ante el indulto, lo demás apenas interesa. Hemos llegado a un punto en el que es más raro ver cortar un rabo que perdonar la vida a un toro en plaza de primera, y eso es un problema.
La tauromaquia en la época de la posverdad . Superar viejos tópicos para sobrevivir
Esta costumbre que va adquiriendo la fiesta puede que tenga que ver con el movimiento animalista que tan vorazmente ataca a la fiesta de los toros. Muchos, y algunos por cierto con un peso fundamental en el sector, están convencidos de que aumentar el número de indultos es la mejor razón contra el lobby antitaurino. Piensan contestar a sus ataques diciendo: “¡Pero si se perdona la vida a un montón!”. Error, y además de bulto. Eso es pan para hoy, pero hambre para mañana. Los animalistas no se conforman, nunca lo harán, el animalismo es su negocio, su forma de vida, y nadie va a detenerlos. Se empieza así, pero se acabaría con festejos sin muerte, luego sin sangre, y luego sin festejos y con las plazas convertidas en centros comerciales o salas de conciertos.
El mejor argumento que tiene la fiesta es el toro. El toro íntegro, el que ofrece emoción y espectáculo. El complicado, sin discriminar al que sea más sencillo. Cuanta más diversidad, mejor. Ese es el espectáculo que engancha a la gente, el que emociona y el que asusta. Esa es la forma de llenar las plazas, la forma de relanzar el sector, al fin y al cabo, esa es la mejor forma de luchar contra los antitaurinos. No con un mensaje de vida. No convirtamos las plazas en un museo ni las ganaderías en un safari, para eso ya están los zoológicos, de los que, por cierto, también despotrican los antis. Lo dicho, no se conforman con nada.