Marta Albert | 09 de mayo de 2018
El argumento del altruismo, como las manos del rey Midas, convierte en oro todo lo que toca. En el caso del contrato por el que se acuerda que una mujer geste el hijo de otros, parece que lo que sería injusto realizar mediando precio puede convertirse en un derecho cuando se hace altruistamente. La fuerza de algunos nombres, como “solidaridad” o “altruismo”, dificulta ver y juzgar las cosas tal como son y sería muy grave que estas dificultades empañaran un debate tan importante como el que ha puesto sobre la mesa la proposición de ley de Ciudadanos para la legalización de la maternidad subrogada “altruista”, considerada actualmente como un contrato nulo en nuestro derecho.
En primer lugar, debemos tener presente que el pretendido altruismo de la gestante no nos deja enfocar a lo importante, que es el carácter contractual de la relación que nos ocupa. Y es que lo decisivo en la subrogación no es que medie precio o que medie compensación. Lo decisivo es que se contrate o no se contrate, porque el nudo del asunto consiste en si se puede convertir la capacidad reproductiva de una mujer y la determinación de la filiación de un recién nacido en objeto de un contrato, o si, por el contrario, sería algo contrario a la dignidad de ambos por significar la mercantilización de dos seres humanos. Que se firme a título oneroso o gratuito es secundario. El “altruismo” nos confunde, pues parece que entonces “se contrata, pero menos”. Y, además, demuestra su propia debilidad, pues si no hay más móvil que el altruismo, el amor desinteresado y la solidaridad, ¿por qué no se cierran estos acuerdos sin más garantía que la depositada en la perdurabilidad de estos sentimientos?, ¿no será que ni los partidarios del altruismo creen en él a la hora de la verdad?, ¿para qué exigir la legalización del contrato?
En segundo lugar, no es conforme a la realidad que al convertir a la mujer gestante en sujeto del “derecho” a gestar un hijo para otros la protejamos jurídicamente. Al revés: el contenido de este “derecho” consiste en un conjunto de diversas obligaciones que nacen solo para la gestante. La idea del altruismo le juega una mala pasada: su relación con los comitentes se regula usando el molde de los contratos realizados por mera liberalidad, lo que produce efectos lógicamente perversos en el caso de la subrogación, porque coloca a la gestante (fácticamente, la parte más vulnerable de la relación jurídica) en el lugar de quien realiza la liberalidad (pongamos por caso, una donación) y a los comitentes en el lugar de quien la recibe. Los roles jurídicos quedan invertidos, el fuerte ocupa la posición del débil y el débil la del fuerte. No hay modo más eficaz de desproteger jurídicamente a alguien que otorgarle un simulacro de derecho.
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En tercer lugar, no es cierto que la subrogación altruista sea una institución asimilable a la adopción, que gira en torno al mejor interés de un menor que existe y que está en situación de desamparo; por el contrario, la subrogación gira en torno al deseo de tener un hijo de un adulto o de una pareja. No hay menores que reclamen protección, ni mujeres que reclamen su “derecho” a gestar para otros. Como institución pretendidamente jurídica, la subrogación obedece, exclusivamente, al interés de los comitentes. Lo de configurarla como un derecho de la gestante es el colmo de la hipocresía jurídica.
Cuarto: no es cierto que el proceso completo de la subrogación se sustancie en un solo contrato firmado entre comitentes y gestantes, que es el único que se aborda en la proposición de ley. Mal vamos si el legislador hace como si desconociera la realidad del problema que regula. Las agencias intermediadoras copan actualmente la mayoría del mercado de la subrogación y siempre cobran a su cliente por los servicios prestados (el altruismo se reserva para la gestante). Los contratos se firman entre la agencia y los comitentes (la selección y compensación o pago a la gestante va de cuenta de la agencia). El alquiler del útero es solo un elemento del verdadero “pack contractual”, que incluye: selección de gametos (precios diversos dependiendo de la raza de los donantes), generación de los embriones, eventualmente congelación de algunos, traslado, transferencia al útero de la gestante (casi todos los paquetes incluyen al menos dos intentos), atención a esta durante el embarazo y el parto, asistencia jurídica relativa a la inscripción registral de los recién nacidos… Una parte del dinero se destina a la gestante: en concepto de precio o de compensación, esto termina siendo un detalle que las agencias van ajustando según la legislación del país donde se realice la subrogación.
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En quinto (y último lugar): la legalización del “altruismo materno” no impide, sino que fomenta, la explotación reproductiva de mujeres. Una vez que contratar un útero como forma de tener hijos se convierta en una práctica normalizada, ¿qué cree el legislador que ocurrirá? ¿Qué ha ocurrido, de hecho, en otros países? En España no habrá, como no la hay en Reino Unido (o, con menor rodaje, en Grecia), oferta de gestantes suficiente para satisfacer la demanda doméstica. Ante esta situación, nuestros paisanos tenderán a contratar fuera, y de paso, rebajar el coste de la inversión (puede ser más barato el proceso completo pagando precio a la gestante en un país en vías de desarrollo que compensándola en España por los eventuales perjuicios derivados del embarazo y el parto). Legislar sin tener presente que somos un país de comitentes es una enorme irresponsabilidad, pues implica poner en grave riesgo de explotación a muchas mujeres en situación de vulnerabilidad a quienes no estamos en condiciones de proteger.
Cada cual puede y debe juzgar la maternidad subrogada como estime oportuno. Pero deberíamos evitar, entre todos, que el halo de algunas palabras empañe la correcta percepción de los hechos que ha de preceder a todo juicio sobre su justicia.