Javier Urra | 04 de junio de 2018
Somos únicos, y así nos gusta que se nos vea, que se nos trate, que se nos respete, que se nos valore; esta es una característica profundamente humana que llamamos el «Yo». Esta, nuestra forma de ser, nos condiciona siempre. En la relación de pareja, en la laboral. No se dude, existe una larvada realidad de lucha de poder. Y si eso es así de adultos, ¿por qué no en el caso de los niños?
No olvidemos que somos animales, sí, trascendentes; sí, con lenguaje; sí, con sentido del humor; sí, con vivencia de sufrimiento (más allá del dolor); pero animales. Y esta «animalidad» hace que el niño al nacer demande pecho, afecto, calor, atención, mimos, sonrisas, juegos. Es así como crece en el amor, en la calidez, en la seguridad. Y esta demanda genera un vínculo, un apego mutuo. Las atenciones, las palabras, las miradas, son para esa niña o niño que se siente atendido ante cualquier necesidad, ya sea de alimento, de sueño, de afecto.
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Estamos hablando de lo normal, de lo sano, de lo esperable. Por eso nos duelen tanto los casos -como el autismo- de distanciamiento, de dificultad para la proximidad, de aislamiento, de percepción a veces de ser un castillo asediado. Las niñas, los niños, sus progenitores, generan un microclima, un mundo, de afectos, de vínculos, tan próximo, tan cercano que el niño intuye que es así, que ha de ser así, que siempre será así. Esa es la percepción del sentir, y el anhelo inconsciente del primogénito.
Y de pronto algo pasa. La madre tiene una tripa más grande y le explica que nacerá un hermanito, que será muy guapo, que él, que es mayor, tendrá que cuidarlo, mimarlo, defenderlo. Y es ahí, en ese momento cuando pasa de ser perceptor, receptor, a tener que dar, aun más que compartir. Nace el niño, y la mayoría de las atenciones, de las palabras, de los regalos, lo son para el nuevo. Es fácil comprender que se vive con inquietud, con ansiedad, y nacen las rabietas, y las llamadas de atención, porque el primogénito, que lo es, también es un niño, también es pequeño. Y lo que más quiere, su mamá, su papá, por quien se desviven es por el otro, por otro (aunque racionalmente le digamos y le queramos explicar que es su hermano).
En mi caso, tengo dos nietos que viven en Barbados. El otro día, en un vídeo que me remitieron, la mayor (cuenta con 3 años) le decía a su hermano pequeño (1 año): «Juan, tienes que dormir, es de noche. Mamá duerme en una cama alta. Papá duerme en una cama alta. Yo, Catalina, duermo en una cama alta. Tú, Juan, como eres pequeño, no». Sirva como ejemplo de que, detrás de sus palabras amorosas y pedagógicas, hay un claro distingo: la mayor se identifica con la conducta de los padres. El otro es simplemente el pequeño, pero pudiera ser que, de manera subterránea, estén brotando, o hayan brotado ya, los denominados celos, es decir, el sufrimiento por una atención que ya no está focalizada en ella.
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De generación en generación, hablamos de los celos de los niños, y los amigos, los vecinos, suelen decir a los padres: «no os preocupéis, es temporal, pasará». ¿Es eso cierto? Generalmente sí, los celos se desvanecen y, más allá de ser el primogénito, o el pequeño, o el denominado «sándwich», uno se ubica en la vida desde la relación con los otros. Ahora bien, en ocasiones vemos que el pequeño es el más mimado, y se explica desde unos padres ya más mayores, que todo le dan. También de que aprovechan lo ya conseguido por sus hermanos mayores, en relación por ejemplo a las horas de salida.
Me gusta decir que la vida no es justa y tiene mucho de azarosa. Pensar por qué hemos nacido, por qué somos el hijo de ese espermatozoide veloz, nos lleva a un sinfín de preguntas. Pero luego, legislamos, ponemos normas y muchas veces el primigenio tiene una gran responsabilidad en relación a los hermanos pequeños, sobre todo si les pasa algo a los padres. También es verdad que el mayor suele heredar las tierras, el negocio, etc.
Bueno, estamos hablando de los celos lógicos, naturales, y que entiendo ya explicado por qué acontecen.
Los profesionales comentamos siempre a los padres que no pongan toda la atención en el recién nacido, que cuiden del afecto y regalen también a ese príncipe destronado. Pero también aconsejamos que, en la medida de lo posible, y siempre con supervisión, se les dé parte de responsabilidad en el cuidado del pequeño. Es decir, que sienta que él es casi casi adulto, que el pequeño no es un riesgo, no supone un quebranto, no es un enemigo potencial.
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En aras de la verdad, he de decir que hemos visto algunos casos más que preocupantes, dramáticos, en los que el mayor no solo ha dado un golpe o ha mordido al pequeño, sino que ha llevado a cabo actos muy graves, puntualmente irreversibles. Pero son casos muy excepcionales.
Es función de los padres, de los abuelos, de los familiares y amigos, actuar como adultos y entender que el posicionamiento del mayor no es puramente egoísta, es de defensa de sus derechos, pues de otra manera se siente no solo relegado, sino indefenso. Verdad es también que encontramos algunos casos patológicos, afectos de la denominada celotipia, que se cronifican y esta se hace más incisiva, más grave, más preocupante. Compartir, ser solidario, es una muy buena vacuna contra los posicionamientos donde el «Yo» impera. Es misión de los adultos trasladar la importancia a los hijos de ser hermano, de quererse aun en la discrepancia, de ayudarse aun cuando los intereses sean dispares.
Y, más allá de los celos del príncipe destronado, déjenme señalar el peligro cierto de los celos de los adultos, que pueden ser en el terreno del trabajo, o del arte, o del deporte, pero generalmente en el de la emoción y el sentimiento. Esos celos, peligrosísimos para el otro y muy tóxicos para uno mismo, donde el narcisismo y la egolatría priman, donde se busca imponer la dominancia y el poder.
Educar en el «Tú», el «Nosotros», es precioso. La generosidad, el altruismo, resulta tan preventivo como sanador.